Las amenazas de las fuerzas armadas de Bolivia al Senado en el marco del tratamiento de los ascensos prenden una nueva señal de alerta sobre el papel indebido de los militares en el país
El 21 de mayo, el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, Sergio Orellana y un grupo de militares se presentaron sin invitación y con uniforme de campaña en el Senado boliviano para presionar por la aprobación de ascensos en las distintas ramas de las fuerzas armadas. El General Orellana dio una semana al Senado para ratificar los ascensos. Caso contrario, adelantó, que aplicaría directamente la ley orgánica de las fuerzas armadas y que el propio comando los aprobaría. A su vez, el Ministro de Gobierno Arturo Murillo amenazó a diputados y senadores con juicios y cárcel por incumplimiento de deberes.
El proyecto sobre ascensos de las fuerzas armadas se presenta anualmente en Bolivia. El 10 de febrero, el gobierno de Jeanine Áñez envió su propuesta a la Comisión de Seguridad del Estado del Senado; esta, a su vez, lo envió a la Presidencia del Senado en marzo. El 19 de mayo, el Senado trató el documento y lo devolvió con observaciones que debían ser respondidas por la Presidenta.
La indebida provocación del jefe militar implica una presión inadmisible que pretende evadir las reglas y alterar el procedimiento previsto en la Constitución. El artículo 160 de la Constitución Política del Estado Plurinacional de Bolivia establece de manera inequívoca que es una atribución de la Cámara de Senadores “ratificar los ascensos, a propuesta del Órgano Ejecutivo, a General de Ejército, de la Fuerza Aérea, de División y de Brigada”. Que las carreras militares impliquen la decisión de los diferentes poderes es un mecanismo propio de las democracias, que favorece la subordinación de las fuerzas armadas al gobierno civil y las somete a mecanismos de control reforzados. De hecho, la Constitución, en su artículo 245, precisa que la organización de las Fuerzas Armadas es “esencialmente obediente, no delibera y está sujeta a las leyes y a los reglamentos militares. Como organismo institucional no realiza acción política.”
En noviembre de 2019, luego de que el presidente Evo Morales fue forzado a renunciar a raíz de protestas masivas precipitadas por acusaciones de fraude electoral, motines policiales y una ‘sugerencia’ del comandante de las fuerzas armadas, al menos 35 personas perdieron la vida y más de 500 resultaron heridas por la actuación violenta de las fuerzas armadas y policiales contra manifestantes. Una de las primeras medidas que tomó el gobierno de Áñez fue un decreto que favorecía la impunidad para esas mismas fuerzas. En las masacres de Sacaba y Senkata, 19 personas, la mayoría de origen campesino-indígena o en situación de vulnerabilidad, fueron asesinadas. Si bien el decreto fue derogado, gracias en parte a la presión internacional, hasta el día de hoy no ha habido una investigación efectiva de esas graves violaciones a los derechos humanos, ni se conocen las responsabilidades por lo ocurrido en aquellos trágicos momentos.
En el marco de una pandemia que ha provocado la postergación de las elecciones previstas originalmente para inicios de este mes de mayo, y que ha llevado a la prórroga de la duración de un gobierno que se autodenomina interino y de transición, el apuro para ascender a militares, las presiones directas de las fuerzas armadas y las amenazas concretas por parte del Poder Ejecutivo a legisladores configuran un nuevo ataque a los pocos resortes de control democrático existentes y a la obligación del estado de investigar las violaciones graves ocurridas. La comunidad internacional debe rechazar este episodio y tratarlo con la gravedad que tiene para el pueblo boliviano y toda la región.
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