WOLA: Advocacy for Human Rights in the Americas

(Foto AP/Fernando Vergara)

31 Jul 2020 | Análisis

El Congreso estadounidense debe preocuparse por el desmantelamiento de la paz en Colombia

A principios de julio, en una poderosa muestra de fuerza, 94 miembros de la Cámara Baja de Representantes de los Estados Unidos enviaron una carta al Secretario de Estado Michael Pompeo en la que manifestaban su grave preocupación por el estado del proceso de paz en Colombia.

El mensaje de la carta, y el gran número de firmantes en ella, causó una gran conmoción en Colombia. Poco después, en una entrevista en The Hill, el presidente colombiano Iván Duque respondió a la gran preocupación del Congreso estadounidense al descartarlo como un producto de la política electoral de los Estados Unidos. Su respuesta desdeñosa subrayó el punto de la carta: La paz de Colombia se está desintegrando porque el gobierno de Duque no protege a los que trabajan para mantenerla.

Los líderes sociales, los activistas afrocolombianos e indígenas y los defensores de los derechos humanos que realizan el trabajo de base para construir la paz en las comunidades marginadas de Colombia están siendo sistemáticamente perseguidos y asesinados. Más de 400 líderes sociales han sido asesinados desde la firma del acuerdo de paz, incluyendo 170 en lo que va de año, según la ONG colombiana Indepaz. El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, cuyos datos prefiere el gobierno colombiano, ha identificado un número menor de líderes sociales asesinados este año, pero a la espera de muertes que necesitan ser verificadas, señala un potencial aumento del 70 por ciento en los asesinatos en la primera mitad de 2020 en comparación con la primera mitad de 2019.

Entre los asesinados este año se encuentra Marco Rivadeneira. Fue asesinado en una reunión comunitaria mientras promovía programas voluntarios de sustitución de cultivos ilícitos, una dimensión clave del acuerdo de paz y un objetivo compartido por Estados Unidos y Colombia. Los incansables esfuerzos del Sr. Rivadeneira por poner en práctica estos programas en el Putumayo, región en la que dominan los grupos de traficantes de cocaína, le causaron amenazas de muerte creíbles. Solicitó ayuda a la Unidad Nacional de Protección de Colombia, un organismo que protege a los líderes sociales amenazados. Nunca la recibió.

Cuatro meses después del asesinato de Marco Rivadeneira, nadie ha sido llevado a la justicia. Es más, el gobierno de Duque se ha involucrado en políticas que socavan el trabajo que hacía el Sr. Rivadeneira. En lugar de proteger y apoyar a las 99.097 familias colombianas que se han inscrito en los programas voluntarios de sustitución de cultivos ilícitos, el gobierno de Duque está tratando de reiniciar un programa ineficaz de erradicación aérea que podría diezmar la salud y el sustento de comunidades enteras. Muchas de estas comunidades están seriamente interesadas en la erradicación voluntaria, pero viven sin servicios básicos.

La historia de Marco Rivadeneira es un microcosmos de la paz en Colombia hoy en día.

Los líderes sociales están presionando para que se establezcan programas voluntarios de sustitución de cultivos ilícitos en las regiones controladas por los traficantes de cocaína. Están buscando que se respeten los derechos de tierra, laborales y ambientales en comunidades donde operan industrias extractivas como la minería. Están encontrando justicia para los millones de abusos de los derechos humanos cometidos durante los 52 años de conflicto en Colombia. Cada día, su trabajo desafía directamente el poder de los intereses violentos en Colombia.

El gobierno de Duque puede apoyar el trabajo de los líderes sociales dando prioridad a la plena implementación del acuerdo de paz de 2016. Puede protegerlos de mejor manera llevando ante la justicia a los responsables de ordenar los ataques contra los líderes sociales. En cambio, el gobierno de Duque los está socavando.

Durante la pandemia de COVID-19, los líderes sociales amenazados han informado que los personales de seguridad proporcionados por el gobierno se han retirado, dejándolos expuestos a un peligro creíble. El año pasado, la Fiscalía General de Colombia inició 753 investigaciones activas sobre amenazas contra líderes sociales; sólo tres de ellas dieron lugar a condenas.

El gobierno de Duque también ha dificultado el trabajo de los líderes sociales. Las instituciones encargadas de revelar los abusos de los derechos humanos durante el conflicto colombiano y de guiar el proceso de verdad y reconciliación se enfrentan a drásticos recortes presupuestarios. Los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial, instrumentos de desarrollo críticos diseñados en conjunto con las comunidades impactadas, están operando a una fracción de sus costos.

La realidad palpable es clara: desde la firma de su histórico acuerdo de paz, el dominio de Colombia sobre su paz nunca se había sentido tan débil.

Los 94 miembros del Congreso que firmaron la carta al Secretario Pompeo expresaron su legítima preocupación por la paz en Colombia. La Cámara Baja de los Estados Unidos hizo bien en actuar con respecto a esa preocupación, financiando generosamente la implementación de la paz en la asignación para las Operaciones Extranjeras del 2021, e incluyendo enmiendas en la Ley de Autorización de la Defensa Nacional para desfinanciar las operaciones de fumigación aérea en Colombia e investigar las denuncias de vigilancia ilegal por parte de la fuerza pública colombiana.

Es fundamental que el Congreso de los Estados Unidos dé un paso más. Debe trabajar de forma proactiva con el gobierno colombiano para proteger rigurosamente a los líderes sociales, a los activistas afrocolombianos e indígenas y a los defensores de los derechos humanos. Sin su trabajo de base que asegure la reforma agraria, los derechos laborales, los derechos ambientales y la justicia, la paz en Colombia no es posible.