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Michael Bednar/Getty Images

9 Mar 2023 | Análisis

Crisis política de Perú reaviva ecos de conflicto civil

*Este artículo fue publicado originalmente en inglés en el medio digital World Politics Review el 21 de febrero de 2023 y republicado con autorización. Ver el artículo original aquí.

En los dos meses transcurridos desde que la presidenta peruana Dina Boluarte asumió el poder el 7 de diciembre de 2022, han muerto 60 personas 59 civiles y un agente de policía— durante las manifestaciones antigubernamentales que estallaron en todo el país y que siguen extendiéndose. Según informes, 48 de las muertes fueron resultado de disparos de la policía o el ejército con munición real, balas de goma o bombas lacrimógenas, a menudo a corta distancia. Más de 1.200 civiles y 500 policías han resultado heridos, y otros cientos de manifestantes han sido detenidos, muchos de forma ilegal. Algunos también han denunciado malos tratos a manos de la policía.

Al principio, las protestas fueron una respuesta espontánea a la destitución del predecesor de Boluarte, el expresidente Pedro Castillo. Castillo, profesor rural, agricultor y dirigente del sindicato de profesores que nunca antes había sido elegido para un cargo público, se convirtió en presidente tras derrotar por un estrechísimo margen a la tres veces candidata y líder de extrema derecha Keiko Fujimori en las elecciones de 2021. Represente del partido izquierdista Perú Libre, prometió cambiar el status quo político y económico para beneficiar a la mayoría rural e indígena olvidada que le votó para el cargo.

Pero los 16 meses de Castillo como presidente estuvieron marcados por enfrentamientos con el Congreso, controlado por partidos de derechas. Fujimori intentó inicialmente negar la victoria de Castillo inmediatamente después de las elecciones, alegando falsamente fraude. El Congreso intentó dos veces destituirlo y estuvo a punto de iniciar un tercer intento el 7 de diciembre, cuando Castillo anunció abruptamente que disolvería el órgano legislativo y gobernaría por decreto de emergencia. Su autogolpe fracasó estrepitosamente. En pocas horas, el Tribunal Constitucional declaró inconstitucional su actuar, el Congreso votó su destitución y Castillo fue detenido. Su vicepresidenta Boluarte asumió rápidamente la presidencia, para convertirse en la sexta mandataria en cinco años.

Al día siguiente estallaron protestas exigiendo la liberación de Castillo y su regreso a la presidencia, así como el cierre del Congreso y la convocatoria de una asamblea constituyente, una de las promesas electorales de Castillo, aunque en la que había hecho poco por avanzar durante su mandato. En respuesta, el gobierno trató inmediatamente de sofocar las protestas con una feroz represión. Con el creciente número de muertos, las protestas se intensificaron, al igual que la respuesta de las fuerzas de seguridad. Desde entonces, los llamamientos a favor del regreso de Castillo se han desvanecido, y las protestas se han centrado en tres reivindicaciones fundamentales: la dimisión de Boluarte, el cierre del Congreso y la convocatoria de elecciones generales anticipadas.

Boluarte afirma que corresponde al Congreso, y no a ella, habilitar las reformas necesarias en la Constitución para permitir elecciones generales anticipadas. El Congreso, mientras tanto, ha debatido una serie de propuestas para convocar elecciones anticipadas en 2023 o 2024. Pero a principios de febrero, la Comisión Constitucional del organismo archivó todas ellas, y la semana pasada los legisladores concluyeron la sesión legislativa sin acuerdos que permitieran elecciones anticipadas este año o el próximo. La dimisión de Boluarte desencadenaría automáticamente elecciones anticipadas y, potencialmente, aliviaría la crisis política inmediata, pero ella ha insistido una y otra vez en que no tiene planes de dimitir. Ella y el Congreso parecen decididos a permanecer en sus posiciones, incluso mientras el país se desliza hacia una crisis de ingobernabilidad que ha socavado el Estado de derecho y la propia democracia. Las encuestas actuales muestran que el 74 por ciento de los peruanos cree que Boluarte debería dimitir y el 75 por ciento opina que debería haber elecciones generales anticipadas. El índice de aprobación del Congreso es de un solo dígito.

Hartos de políticos ineficaces e interesados, los peruanos y las peruanas —especialmente aquellos de las regiones pobres, rurales e indígenas, históricamente excluidos y marginados— exigen un borrón y cuenta nueva, y no parecen dispuestos a dar marcha atrás. El estancamiento político hace temer un conflicto irresoluble que podría conducir a una mayor violencia y a más muertes.

¿Cómo se torcieron tanto las cosas en Perú? La respuesta a esta pregunta empieza por reconocer que las protestas no se han producido en el vacío. Más bien son el producto de décadas de desgobierno y corrupción, así como del legado del conflicto civil del país en las dos últimas décadas del siglo XX, que se han combinado para dejar a los peruanos rurales sin derechos, marginados y olvidados por la clase política de Lima. 

Hartos de la política de siempre

Las primeras protestas estallaron en el sur andino, donde se concentra la base de apoyo más sólida de Castillo. En algunos distritos de esta región, entre los más pobres del país, Castillo obtuvo el 90 por ciento o más de los votos en las elecciones presidenciales de 2021. Para estos votantes, la destitución y detención de Castillo representó la culminación de los esfuerzos del Congreso de derechas y de las élites económicas de Perú para impedir que Castillo llevara a cabo su programa. Se indignaron cuando, al ser investida, Boluarte declaró que permanecería en el cargo hasta 2026, fecha en la que habría finalizado el mandato de Castillo; un año antes había dicho a sus partidarios que se iría con Castillo si éste era destituido.

Las fotografías que circularon por internet de miembros derechistas del Congreso posando alegremente para un selfie tras votar a favor de la destitución de Castillo proporcionaron a sus partidarios más pruebas de que Boluarte había traicionado a su antiguo compañero de fórmula. Después de todo, se trataba de las mismas personas que habían negado la legitimidad de las elecciones que llevaron a Castillo y Boluarte al poder en 2021 y que habían enviado a docenas de abogados bien pagados al interior del país para intentar anular suficientes votos en zonas rurales remotas como para alterar los resultados electorales a favor de Fujimori. El hecho de que, sólo dos días antes, el Congreso hubiera archivado una investigación sobre Boluarte que pretendía destituirla alimentó la opinión de que había hecho un trato con los congresistas de derechas y que ahora estaba a su servicio.

El sentimiento antisistema —que a menudo se ha manifestado en las protestas coreando “que se vayan todos”— no es nuevo en Perú. Fue precisamente este disgusto con los políticos tradicionales lo que llevó a Castillo, novato en política y consumado outsider, al palacio presidencial. Con prácticamente todos los presidentes peruanos desde 1990 en la cárcel o investigados por corrupción, y un Congreso obstruccionista y omiso, los peruanos estaban hartos de la política de siempre. La pandemia no hizo sino echar más leña al fuego. Para el 75 por ciento de la población que trabaja en la economía informal, “quedarse en casa” no era una opción realista. Esto, combinado con un sistema de salud pública sumamente inadecuado, contribuyó a que Perú tuviera la tasa per cápita de muertes por COVID-19 más alta del mundo.

Desde las elecciones de 2021, este descontento se ha intensificado, alimentado por la política de confrontación de los partidos de derechas que dominaban el Congreso y los equívocos de un presidente sin experiencia. En el momento de su destitución, Castillo tenía sólo un 31 por ciento de aprobación. El Congreso peruano era aún más impopular, con índices de aprobación que oscilaban entre el 8 y el 15 por ciento entre abril y noviembre de 2022. Una encuesta del Latinobarómetro de abril mostró que sólo el 21 por ciento de los peruanos se sentían satisfechos con la democracia, uno de los niveles más bajos de apoyo a la democracia en la región. El 88 por ciento creía que los políticos eran corruptos. No es sorprendente, entonces, que el 68 por ciento dijera en la misma encuesta que estaba a favor de elecciones generales anticipadas, tanto para un nuevo presidente como para un nuevo Congreso.

Pero había algo más detrás del descontento que bullía en el interior de Perú. Para los campesinos e indígenas peruanos, Castillo, originario de Cajamarca, una región pobre del norte de los Andes, representaba la esperanza de un verdadero cambio político y económico. También era la primera vez que podían no sólo votar por alguien como ellos, sino también elegir con éxito a alguien como ellos. Se identificaron con un presidente que tuvo que soportar el mismo desprecio y racismo que ellos por parte de la clase política limeña. Y aunque Castillo no consiguió introducir ningún cambio significativo durante su breve mandato, muchos peruanos rurales tenían la sensación de que las élites limeñas le habían socavado y obstruido su capacidad de gobernar. No se equivocaban, aunque también es cierto que Castillo era un líder especialmente ineficaz e indeciso, que además se enfrenta a acusaciones creíbles de corrupción.

Protestas reprimidas

Tras la destitución de un presidente elegido democráticamente, un nuevo dirigente tiene que hacer frente a un vacío de legitimidad, incluso si asume el poder por medios constitucionales, como hizo Boluarte. En su caso, la apariencia de que había pactado con el Congreso era doblemente tensa. Por un lado, el Congreso era ampliamente despreciado por la gran mayoría de ciudadanos, por lo que no le granjeó mucha simpatía pública. Pero el hecho de que se considerara que había pactado con los partidos de derechas que dominaban el Congreso, dado que había sido elegida por la izquierda con Castillo, también socavó su capacidad de conseguir un mandato popular para gobernar.

Luego llegaron los asesinatos. El 11 de diciembre, cuarto día de Boluarte como presidenta, dos jóvenes manifestantes, de 15 y 18 años, murieron por disparos, presumiblemente de la policía, en Apurímac, un departamento del centro-sur de los Andes que también es el lugar de nacimiento de Boluarte. Las muertes generaron una ola de indignación, que llevó a Boluarte a anunciar que presentaría un proyecto de ley al Congreso proponiendo modificar la Constitución para que pudieran celebrarse elecciones anticipadas en abril de 2024. Aunque algunos vieron en ello una concesión importante, otros dudaron de que calmara las aguas.

Esas dudas resultaron clarividentes. Las protestas continuaron, al igual que la represión policial y más asesinatos. Algunos de los fusilados durante las protestas eran menores de edad, y algunos ni siquiera participaban en las manifestaciones. Cada muerte provocaba nuevas oleadas de indignación y protestas. Pero en lugar de frenar a las fuerzas de seguridad, Boluarte desató al ejército. El 14 de diciembre declaró el estado de excepción, suspendiendo ciertas libertades civiles y otorgando a los militares amplios poderes para restablecer el orden, además de imponer toques de queda en algunas zonas. En todo el país, los soldados empezaron a actuar no sólo en apoyo de la policía, sino en confrontación directa con los manifestantes.

El problema es que los militares no están entrenados en técnicas policiales y de control de multitudes, que enfatizan la desescalada, sino en la confrontación armada con combatientes enemigos. En Perú, esa es una lección aprendida con sangre del conflicto civil del país, en el que los sucesivos gobiernos —incluido el de Alberto Fujimori, padre de Keiko Fujimori— dieron a las fuerzas armadas un cheque en blanco para combatir la insurgencia maoísta de Sendero Luminoso. Durante las dos décadas que siguieron a la aparición del grupo en la década de 1980, la sierra peruana se convirtió en escenario de miles de masacres de civiles no combatientes y de la tortura generalizada y desaparición forzada de decenas de miles de presuntos subversivos.

El resultado del estado de emergencia de Boluarte fue una tragedia anunciada. Al día siguiente de su declaración, soldados dispararon y mataron a 10 manifestantes en Ayacucho, en el centro-sur de Perú. Este hecho fue especialmente significativo, dado que Ayacucho fue el epicentro de la violencia durante el conflicto civil peruano. Según la Comisión de la Verdad y Reconciliación peruana, un tercio de las 70.000 personas asesinadas durante la guerra eran de Ayacucho.

Varios tiroteos documentados en video fueron presentados por organizaciones locales de derechos humanos como prueba de que la policía y los soldados disparaban claramente a matar a pesar de no correr ellos mismos un riesgo inminente, lo que constituye una violación del derecho peruano e internacional. También hubo amplios testimonios y, en algunos casos, informes de balística que confirmaban que las balas que mataron a los manifestantes eran munición de la policía o del ejército. Un informe de Amnistía Internacional publicado recientemente corroboró estas afirmaciones, destacando también que la represión tuvo connotaciones racistas.

Al día siguiente de la espantosa matanza de Ayacucho, el Congreso peruano, aparentemente impasible ante el drama que se vivía a sus puertas, rechazó el proyecto de ley de Boluarte para celebrar elecciones anticipadas en abril de 2024. El Gobierno, por su parte, trató de mostrar que tenía el control. Boluarte dio una conferencia de prensa el 17 de diciembre —flanqueada por los ministros de su gabinete, varios representantes de grupos de interés conservadores y los comandantes en jefe de las fuerzas armadas y la Policía Nacional— en la que instó al Congreso a reconsiderar su proyecto de ley, pero dijo que no tenía planes de dimitir.

Aunque expresó sus condolencias por las personas asesinadas durante las protestas, al mismo tiempo rechazó la legitimidad de las mismas, insistiendo en que habían sido instigadas por “grupos violentos”. Cuando el comandante en jefe de las fuerzas armadas, el general Manuel Gómez de la Torre, tomó el micrófono —luciendo uniforme de combate— arremetió contra los manifestantes, diciendo que eran “malos peruanos” y que sus acciones eran “totalmente equivocadas”. Los calificó de “extremistas violentos” y “terroristas”, a pesar de que la Constitución prohíbe a los militares intervenir en política.

Mientras se desarrollaba la conferencia de prensa, surgieron informes de que la policía antiterrorista había hecho una redada en el local de la Federación Campesina Peruana, una de las organizaciones históricas de la sociedad civil del país, y había acusado a los presentes de participar en actividades subversivas. Los defensores de los derechos humanos presentes en el lugar de los hechos acusaron a la policía de colocar pruebas para intentar que las acusaciones prosperaran. Ese mismo día también se registró el local del partido de izquierdas Nuevo Perú.

Tras una pausa en las protestas durante las vacaciones de Navidad, las federaciones regionales y otras organizaciones sociales lanzaron una nueva ronda de manifestaciones en enero. Pero en el peor acto de violencia estatal desde el conflicto civil, el 9 de enero, en el espacio de unas pocas horas, la policía mató a tiros a 18 manifestantes en Juliaca, en la región sureña de Puno. Esto provocó una nueva ola de indignación contra el gobierno y el uso excesivo de la violencia por parte de las fuerzas de seguridad. La semana siguiente a la matanza de Puno, miles de peruanos de todo el país se dirigieron a Lima, el centro del poder económico y político de Perú, para dos días de manifestaciones masivas que también fueron recibidas con una intensa represión policial. Los manifestantes se refirieron a estas manifestaciones como “la Marcha de los Cuatro Suyos”, invocando las enormes protestas ciudadanas del 2.000 que ayudaron a derrocar al gobierno autoritario de Fujimori.

Un incidente que tuvo lugar en los días posteriores a las protestas de Lima ilustra las formas en que los disturbios actuales han despertado ecos del conflicto civil de Perú. El 21 de enero, la policía entró violentamente en el campus de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, la universidad pública más antigua de América, donde los estudiantes habían invitado a manifestantes de fuera de Lima a quedarse. En las redes sociales circularon vídeos de policías irrumpiendo en los dormitorios de los estudiantes, obligando a estudiantes y manifestantes a tumbarse boca abajo en el pavimento, y maltratando y gritando insultos a personas que se encontraban en el suelo o eran obligadas a subir a autobuses.

La policía alegó posteriormente que los manifestantes habían atacado a los guardias de seguridad del campus como excusa para la operación. Sin embargo, todas menos una, de las casi 200 personas detenidas, fueron puestas en libertad posteriormente, lo que sugiere que la actuación policial no tenía realmente por objeto detener una actividad delictiva, sino una burda demostración de fuerza destinada a intimidar a los manifestantes.

Pero lo que más impactó a muchos peruanos fue cómo este nivel de violencia y agresión recordaba a los peores días del régimen de Fujimori, cuando el ejército estableció bases militares en los campus universitarios públicos y los estudiantes —y ocasionalmente los profesores— eran interrogados rutinariamente, a menudo detenidos y a veces desaparecidos o asesinados.

Red-baiting y recuerdos del terrorismo

Un agente de policía, que hizo circular un vídeo en TikTok en pleno asalto a la universidad en enero, lo expresó de forma sencilla y reveladora: “Reventamos San Marcos… detenidos estos terroristas”.

Su elección de palabras no fue una anomalía. Acusar a los manifestantes de terroristas se ha convertido en una parte central del discurso del gobierno de Boluarte sobre los manifestantes. Las autoridades gubernamentales han culpado en ocasiones de las protestas a grupos criminales que van desde mineros ilegales a narcotraficantes, así como a elementos extranjeros. Incluso declararon persona non grata al expresidente boliviano Evo Morales, acusándolo de enviar municiones y dirigir las protestas. Pero, sobre todo, se ha hecho un esfuerzo concertado para vincular a los manifestantes, al menos en la mente de la opinión pública, con el violento grupo terrorista Sendero Luminoso.

En un país que ha experimentado tan recientemente una versión particularmente brutal del terrorismo interno, llamar terrorista a alguien no es una acusación casual. La insurgencia de Sendero Luminoso inició en 1980 una “guerra popular prolongada” que pretendía derrocar al Estado peruano para implantar un sistema de comunismo agrario de corte maoísta. Aunque el grupo obtuvo cierto apoyo popular en los primeros años de la insurgencia, cada vez cometió más atentados terroristas, como atentados con coches bomba en los principales centros urbanos, asesinatos selectivos de autoridades electas y masacres de líderes comunitarios, sindicalistas y campesinos que se negaban a seguir su programa. Sendero Luminoso sigue siendo muy vilipendiado en Perú.

Los sucesivos gobiernos peruanos respondieron a Sendero Luminoso con violencia indiscriminada, empleando tácticas inspiradas en las estrategias de contrainsurgencia francesas y estadounidenses, dirigidas contra la población civil como forma de cortar el apoyo popular y logístico al grupo. Tras el autogolpe de Alberto Fujimori en 1992, que instauró ocho años de dictadura cívico-militar, el régimen fujimorista empezó a utilizar la etiqueta de terrorista para referirse a cualquiera que se atreviera a desafiar o criticar al gobierno. Pronto se convirtió en una forma de estigmatizar y desacreditar a todos y cada uno de los disidentes.

Fujimori huyó del país en desgracia en 2000 tras una serie de escándalos de corrupción de alto nivel. Más tarde fue extraditado de nuevo al país y actualmente cumple una condena de 25 años de prisión por corrupción y cargos relacionados con violaciones de derechos humanos.

Pero incluso cuando Perú volvió al régimen democrático, el denominado red-baiting (término que significa “acoso a los rojos”) se convirtió en una forma cómoda para los políticos de derecha para desacreditar a sus oponentes, incluso a los que pertenecían a la izquierda moderada o incluso al centro político. La práctica está tan extendida que los peruanos han acuñado un término derivado del argot para terrorista, terruco. “Terruquear” a alguien significa acusarlo, sin prueba alguna, de simpatizar o pertenecer a un grupo terrorista con la intención de estigmatizar y desacreditar.

Esta forma de provocación pretende mantener a la sociedad civil dividida, temerosa y desorganizada. Castillo fue implacablemente “terruqueado” durante la campaña presidencial de 2021. Poco antes de la segunda vuelta de las elecciones, el ejército peruano culpó a Sendero Luminoso del asesinato de 16 personas en el remoto distrito selvático de Vizcatán; el partido de Keiko Fujimori acusó injustamente a Castillo de haber participado en el ataque.

En la actualidad, el gobierno de Boluarte también está atacando a los manifestantes, calificándolos de “terroristas” y “extremistas violentos”, con el mismo objetivo de estigmatizarlos, socavar su credibilidad y alimentar las divisiones sociales. Lo mismo hacen los congresistas de derechas y los principales medios de comunicación. Las autoridades están jugando claramente con el miedo, especialmente entre los limeños de clase media y alta, a un retorno a la época del conflicto civil. Pero Sendero Luminoso ha sido derrotado, y su principal líder e ideólogo, Abimael Guzmán, murió en prisión en 2021.

Es cierto que en algunas regiones del país las protestas han incluido actos de vandalismo, como la quema de edificios públicos e intentos de tomar aeropuertos. Pero la afirmación de que Sendero Luminoso está impulsando estas protestas masivas no sólo es errónea,también se corre el riesgo de malinterpretar la naturaleza de los manifestantes y sus demandas. Cientos de miles de peruanos, especialmente de las zonas rurales e indígenas del país, se han levantado en protestas pacíficas para exigir un cambio fundamental en el gobierno. La brutal represión de estas protestas por parte del gobierno ha alimentado una mayor indignación y ha animado a más personas a unirse a las manifestaciones antigubernamentales.

Por ahora, capear el temporal

Sin embargo, el gobierno parece haberse atrincherado y ha seguido reforzando su capacidad para reprimir las protestas. El 14 de enero, renovó el decreto de estado de emergencia, y el 5 de febrero, emitió un nuevo estado de emergencia de 60 días en varias regiones adicionales, que ahora pone a las fuerzas armadas a cargo del orden interno en el departamento de Puno, el lugar de la masacre de 18 manifestantes el 9 de enero. Boluarte también autorizó la transferencia de US$63 millones al Ministerio de Defensa para apoyar la participación del ejército en los esfuerzos antidisturbios. Los grupos locales de derechos humanos denuncian un creciente número de incidentes de criminalización de manifestantes, centrados especialmente en quienes se considera que desempeñan un papel de liderazgo en las manifestaciones.

Tras varias rondas de votaciones, el 3 de febrero el Congreso archivó finalmente el proyecto de ley electoral de Boluarte, junto con varias otras propuestas que podrían haber allanado el camino para unas elecciones generales anticipadas. Mientras tanto, a lo largo de las protestas, el Congreso ha votado y aprobado otras leyes, entre ellas la eliminación de un proyecto de reforma de la enseñanza superior y la reducción de los impuestos a las grandes empresas. Ahora está estudiando un proyecto de ley que eliminaría las restricciones al uso de fuerza letal durante las protestas. Los grupos de derecha también están intentando destituir a los funcionarios electorales que lucharon contra las falsas acusaciones de fraude en las elecciones de 2021, a pesar de su mandato constitucional de cinco años.

Boluarte, el Congreso de derechas y las fuerzas armadas parecen haber capeado el temporal y consolidado su dominio, al menos de momento.

Al mismo tiempo, la brutal respuesta del gobierno a las protestas ha alimentado la indignación y endurecido la determinación de los manifestantes. En los últimos años, Perú ha ido dando tumbos de crisis en crisis. Pero esta vez parece que el espacio para el compromiso se ha reducido drásticamente, aumentando el riesgo, ya muy real, de que esto se convierta en un conflicto irresoluble y cada vez más violento.