Personal y asesores expertos de WOLA revisan los éxitos y deficiencias de la administración Biden
Al asumir el cargo, el presidente Biden prometió volver a colaborar con el mundo y trabajar para defender la democracia, los derechos humanos y el Estado de derecho mediante la cooperación y la creación de alianzas. Biden es un presidente que no es ajeno a América Latina. Como vicepresidente durante el gobierno de Obama, Biden lideró la política exterior de Estados Unidos hacia la región y cuando asumió la presidencia, en enero de 2021, las expectativas de una nueva era de relaciones de Estados Unidos con América Latina eran altas.
Algunas de estas expectativas se cumplieron durante el primer año de mandato de Biden. Vimos un cambio positivo en la perspectiva y la retórica, con un enfoque en la cooperación y las alianzas, en lugar de las amenazas y el enfoque transaccional de la política exterior que caracterizó los años de Trump. El gobierno de Biden ha impuesto sanciones selectivas a personas y entidades implicadas en corrupción, a quienes socavan la democracia y quienes violan los derechos humanos. Concedió la extensión del Estatus de Protección Temporal (Temporary Protection Status – TPS) a las personas inmigrantes elegibles y añadió a aquellas provenientes de Venezuela a la lista. Elaboró estrategias para abordar los factores que impulsan la migración desde Centroamérica y para ampliar el acceso a la protección regional. Ha donado más de 55 millones de vacunas COVID-19 a América Latina y el Caribe y ha proporcionado más de 614 millones de dólares para apoyar la respuesta a la pandemia en la región. Sin embargo, en muchas áreas, el gobierno no ha adoptado las medidas enérgicas necesarias para cumplir con los compromisos de campaña de Biden y separar claramente a este nuevo gobierno de las políticas y prácticas de la era Trump.
Cuando Biden asumió el cargo, la situación en América Latina era dramáticamente diferente a cuando fue vicepresidente cuatro años antes, lo que complicó la posibilidad de avanzar en las prioridades de política exterior de su gobierno. Durante los años de Trump, esfuerzos anticorrupción prometedores fueron desmantelados en varios países, las tendencias autoritarias continuaron expandiéndose, así como esfuerzos gubernamentales para debilitar el Estado de derecho y ampliar el uso de los militares en funciones internas, tradicionalmente civiles. La inestabilidad política y la represión, la violencia, la creciente desigualdad económica y social —exacerbada por la COVID-19— y los devastadores desastres naturales dieron lugar a movimientos masivos de personas en busca de protección y mejores medios de vida. Las políticas y acciones de Trump ayudaron a sacar a la luz las peores tendencias de muchos líderes en toda la región. La disminución del apoyo estadounidense a la democracia, las normas de derechos humanos, el multilateralismo y la colaboración internacional durante el mandato de Trump planteó al gobierno de Biden la necesidad de reconstruir y reafirmar la capacidad de Estados Unidos para apoyar y proteger a quienes defienden esos ideales a nivel mundial.
Al final de su primer año en el cargo, Biden sigue enfrentando múltiples desafíos, tanto a nivel nacional como internacional, pero con un año de experiencia, su gobierno cuenta con muchos de los elementos necesarios para impulsar su política exterior el próximo año. Tras un largo, y muchas veces pospuesto proceso de confirmación, varias personas funcionarias y embajadoras clave de la política exterior han sido confirmadas y la administración ha vuelto a colaborar con los sistemas de derechos humanos Interamericano y de Naciones Unidas y otros organismos internacionales. La organización de la Novena Cumbre de las Américas, que incluye un enfoque sobre la democracia, la recuperación de la pandemia, el crecimiento equitativo, el cambio climático y las formas de utilizar la tecnología de manera efectiva, que será celebrada en Estados Unidos en 2022, será un espacio adicional para el compromiso con las partes interesadas de toda la región.
Cuando Biden asumió la presidencia, WOLA planteó una serie de prioridades clave para su gobierno con el fin de mitigar las consecuencias duraderas del deplorable historial de derechos humanos de la administración Trump en América Latina. A continuación, las y los expertos en políticas de WOLA evalúan los progresos realizados, los desafíos que quedan por delante y las formas en que el gobierno de Biden puede avanzar en su segundo año. Entre las esferas prioritarias y los países de interés figuran:
Continuaremos evaluando las políticas y acciones de la administración durante el próximo año. En un momento en que las normas y valores básicos están amenazados en todo el hemisferio, existe la urgente necesidad de que el gobierno de Biden pase del discurso a la acción y desarrolle estrategias claras hacia América Latina que demuestren que efectivamente está colocando los derechos humanos y la democracia en el centro de su política exterior.
Durante su primer año, el gobierno de Biden desarrolló una serie de estrategias que establecen, en términos generales, sus prioridades en materia de seguridad fronteriza, control migratorio, acceso al asilo, cooperación regional y tratamiento de las causas profundas de la migración en la región. Basadas principalmente en las órdenes ejecutivas emitidas durante las primeras semanas de la presidencia de Biden, éstas incluyen la estrategia para la gestión colaborativa de la migración (collaborative migration management strategy), una estrategia para abordar las causas profundas de la migración en Centroamérica y un plan para reformar el sistema migratorio estadounidense.
Complementando el despliegue de estas estrategias, el gobierno implementó varias medidas para revertir el daño causado por las inhumanas políticas migratorias de Trump, que incluían originalmente cancelar el programa “Quédate en México” (Remain in Mexico) y los acuerdos de cooperación en materia de asilo de tercer país seguro (“safe third country”), el restablecimiento y la expansión del programa de Menores Centroamericanos (Central American Minors program), la creación de una fuerza de trabajo para reunificar a las familias separadas y el restablecimiento de la ayuda a Centroamérica.
Estas medidas fueron adoptadas en un momento de gran movilidad humana en la región. Incluso antes de que Trump dejara el cargo, la migración estaba aumentando rápidamente en la frontera entre Estados Unidos y México. Durante la segunda mitad de 2020, la depresión económica de América Latina originada por la pandemia empezó a provocar que los adultos solteros migraran en cantidades no vistas desde finales de la década de 2000. El aumento de la pobreza, la violencia y la persecución constantes, la inestabilidad política y el desplazamiento climático han hecho que la llegada de migrantes siga aumentando, alcanzando niveles históricamente altos en 2021, incluidas numerosas unidades familiares y menores no acompañados.
Frente a esta ola migratoria, y a pesar de sus pronunciamientos iniciales, la administración Biden no ha implementado cambios importantes en la política migratoria. A pesar del aumento de la llegada de migrantes incluso antes de que Biden asumiera el cargo, la administración ha tardado en construir la infraestructura necesaria para procesar este aumento de migrantes de una forma humana. En cambio, ha mantenido en su lugar la mayor parte de lo que había antes.
Después de un año, con algunas excepciones clave, el enfoque de “control migratorio primero” que Donald Trump heredó y amplió, predomina a lo largo de la frontera entre Estados Unidos y México. Esto es cierto incluso para las familias y menores en situación de vulnerabilidad que buscan protección. Hoy, la doble barrera de las expulsiones bajo el Título 42 y la renovación de “Quédate en México” ordenada por la corte, que obliga a las personas solicitantes de asilo a esperar en México mientras duran sus trámites migratorios, continúa diezmando el derecho a solicitar asilo en Estados Unidos, poniendo en peligro a decenas de miles de migrantes y solicitantes de asilo en territorio mexicano.
La aparición de varias miles de personas haitianas en la remota ciudad de Del Río, Texas, en septiembre, puso en evidencia las duras tácticas de los agentes de la Patrulla Fronteriza; el gobierno de Biden continuó con una de las expulsiones aéreas más grandes de la historia, enviando 116 aviones cargados de personas haitianas de vuelta a su país —unas 12,400 personas— en los tres meses y medio, entre el 19 de septiembre y fin de año.
A pesar de las promesas de investigar los abusos contra las personas migrantes haitianas, el ritmo de las investigaciones ha sido lento, otra señal de que el gobierno aún no ha hecho mella en la cultura de tolerar y normalizar el comportamiento cruel de las agencias fronterizas estadounidenses. El año pasado surgieron nuevas revelaciones sobre la omnipresencia de esta cultura organizativa abusiva. Las personas encargadas de investigar descubrieron que una unidad antiterrorista secreta de Aduanas y Protección de Fronteras (Customs and Borden Protection – CBP) había iniciado investigaciones contra muchas personas estadounidenses, incluyendo periodistas, sin vínculos imaginables con el terrorismo. Se descubrió que otra unidad secreta de la Patrulla Fronteriza llevaba a cabo investigaciones paralelas “encubiertas” de incidentes de uso de la fuerza, con el único propósito de reunir información para exonerar a agentes acusados. El Comité de Supervisión de la Cámara de Representantes (House Oversight Committee) encontró que CBP impuso castigos mucho más indulgentes de los recomendados a las y los agentes que publicaron imágenes y mensajes racistas, sexistas y violentos en un grupo interno de Facebook explosivamente controvertido. WOLA publicará próximamente una base de datos de incidentes recientes que mostrará el alcance y la magnitud de las violaciones a los derechos humanos que en su mayoría no han sido atendidos por el CBP y su componente de la Patrulla Fronteriza.
Como lo demuestra el mensaje extremista pro-Trump del sindicato que dice representar a tres cuartas partes de las y los empleados, la Patrulla Fronteriza probablemente se resista a cualquier intento de la administración Biden para reformar su cultura. En su primer año, casi no ha habido intentos de ese tipo. En parte, la razón es que su nominado para comisionado de CBP, Chris Magnus, no recibió la confirmación del Senado hasta diciembre. Magnus, un oficial de policía de carrera con tendencias progresistas, ha mostrado interés en mejorar la rendición de cuentas; dijo en su audiencia de confirmación de octubre que quería hacer cumplir la ley “humanamente” e incluir más sensibilidad en el entrenamiento de las y los agentes. Este año veremos si cuenta con el respaldo político de alto nivel necesario para hacerlo.
Como lo prometió, el gobierno de Biden detuvo la construcción del muro fronterizo de Trump. Los contratos fueron suspendidos y los fondos no gastados fueron devueltos al Departamento de Defensa, del que Trump los había arrebatado sin la aprobación del Congreso. Algunos casos —aunque no todos— de expropiación contra personas propietarias en la frontera fueron archivados. En diciembre, sin embargo, el gobierno indicó que comenzaría a “cerrar pequeños huecos que permanecen abiertos de anteriores construcciones”, lo que provocó la protesta de personas ambientalistas preocupadas por el cierre de las rutas migratorias de especies en peligro de extinción.
El gobierno también se ha negado a discutir la eliminación de cualquier segmento del muro que Trump construyó, incluso en medio de informes espeluznantes de migrantes que se mutilaron o murieron después de caerse de la estructura, y otros informes sobre la facilidad con que se puede vencer la barrera con herramientas eléctricas y escaleras. Es probable que la administración presione por un sustituto de la construcción de muros que tenga “alta tecnología”, confiando en tecnologías de vigilancia, incluyendo video, drones y reconocimiento facial. Todavía no está claro si estas tecnologías se instalarán de una manera que alivie las preocupaciones muy reales de las personas residentes de la zona fronteriza en materia de libertades civiles.
En un esfuerzo por hacer más humanas y eficaces las políticas migratorias y fronterizas de Estados Unidos, la lista de tareas pendientes para 2022 se parece mucho a la del año pasado. Sabemos lo que se necesitaría para recibir a las personas solicitantes de asilo en nuestros puertos de entrada, tratarles con respeto básico y resolver sus peticiones rápidamente con las debidas garantías procesales. Esto incluye poner fin de inmediato al uso ilegal e injustificado del Título 42 para expulsar a migrantes y solicitantes de asilo a México o a sus países de origen, tomar todas las medidas posibles para poner fin al programa Quédate en México y reanudar el trámite en los Estados Unidos de las personas solicitantes de asilo que han sido devueltas en virtud de la primera o segunda reiteración del programa, ampliar las vías legales a la migración y dar seguimiento a las recomendaciones del informe de la Casa Blanca sobre el impacto del cambio climático en la migración y sobre como éste puede “coincidir con los criterios de condición de refugiado”.
Obviamente, no se podía esperar que el gobierno de Biden pusiera en marcha en un año toda la infraestructura necesaria para una frontera más humana y eficaz. Los restos del sistema violador de derechos heredada y endurecida por Trump permanecerán por un tiempo. Sin embargo, después de un año, aunque existen estrategias para abordar el acceso regional a la protección, no hemos visto mucha evidencia de que el gobierno de Biden haya estado construyendo los elementos necesarios para acceder al asilo en la frontera entre Estados Unidos y México. Si bien abordar las cuestiones migratorias durante un año electoral de mitad de mandato puede ser complicado, el costo humano es demasiado grande para mantener fuera de la agenda las reformas fronteriza y migratoria. La inacción sólo conduce a más confusión para las personas migrantes y solicitantes de asilo, más caos en la frontera y un ciclo de creciente presión política para promulgar políticas duras.
El gobierno de Biden heredó una relación deshilachada y distorsionada entre Estados Unidos y México. Bajo Trump, la política exterior de Estados Unidos hacia México se había centrado en gran medida en presionar a las autoridades mexicanas para que bloquearan la migración. Como se mencionó anteriormente, las esperanzas de que Biden revertiría rápidamente algunas de las políticas fronterizas más dañinas de la era Trump resultaron ilusorias: las expulsiones bajo Título 42 continúan, aunque con algunas excepciones, negando a las víctimas la oportunidad de presentar una solicitud de asilo. En 2021, tales expulsiones abarcaron no sólo hacer retroceder a las personas migrantes a través de la frontera entre Estados Unidos y México, sino también vuelos de expulsión al sur de México y países de origen, con instituciones mexicanas que colaboraron en la cadena de devolución de posibles personas refugiadas.
Además, aunque el gobierno de Biden hizo una pausa y luego canceló el programa Quédate en México, un tribunal federal de Texas ordenó reiniciar el programa. La administración apeló la sentencia, pero también utilizó de forma preocupante la orden judicial para reimplantar una versión ampliada de Quédate en México, aplicable a las personas ciudadanas de cualquier país del hemisferio occidental (excepto el propio México). Aunque el Departamento de Seguridad Nacional (Department of Homeland Security – DHS) anunció que tomaría medidas para garantizar la seguridad de las personas solicitantes de asilo, también ha reconocido que el gobierno estadounidense no puede garantizar la seguridad de las personas retornadas a México, más de 1.500 de las cuales sufrieron ataques violentos durante la fase del programa de la era Trump.
La continua orientación de Estados Unidos en bloquear las solicitudes de asilo y las llegadas fronterizas debilita la capacidad de ambos gobiernos para abordar la migración de una forma respetuosa de los derechos humanos, constructiva y sostenible. Como señalaron contrapartes de WOLA en México, este enfoque también perpetúa el uso que hace el gobierno mexicano de las personas migrantes como “monedas de cambio” humanas cuyos derechos se intercambian para asegurar acciones deseadas por el gobierno estadounidense. Mientras tanto, con la frontera estadounidense cerrada y la infraestructura de asilo ampliada, México se ha convertido en un destino principal para las personas que buscan protección, recibiendo más de 131.000 solicitudes de asilo el año pasado, superando en un 87 por ciento el máximo anterior de 2019. Este repunte sin precedentes ha abrumado a la agencia mexicana de asilo, COMAR, que sigue careciendo de fondos y personal, con miles de personas solicitantes de asilo atrapadas en condiciones inhumanas en pueblos fronterizos del sur de México mientras esperan la resolución de sus casos.
Más allá de la migración, la administración Biden y el gobierno del presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador anunciaron nuevos compromisos en materia de cooperación en seguridad: en octubre de 2021, los dos gobiernos adoptaron el Entendimiento Bicentenario sobre Seguridad, Salud Pública y Comunidades Seguras, que promete un enfoque de salud pública para el consumo problemático de drogas y acciones para combatir la impunidad, fortalecer el estado de derecho y profundizar la cooperación forense, entre otras. El Entendimiento también reitera el anuncio previo de la vicepresidenta Harris de establecer una asociación entre Estados Unidos y México para resolver los casos de desapariciones en México.
Si bien estos compromisos anunciados apuntan en una dirección positiva, López Obrador sigue redoblando la militarización como su estrategia central de seguridad, un modelo que choca con las partes más prometedoras del Entendimiento Bicentenario. México experimenta niveles récord de homicidios y su gobierno reconoce actualmente más de 96.000 personas desaparecidas, mientras que aproximadamente el 99 por ciento de los crímenes contra la población quedan impunes. Estas crudas cifras subrayan la necesidad de que ambos gobiernos centren el Estado de Derecho y los derechos humanos en la cooperación bilateral.
El nuevo Entendimiento Bicentenario y las conversaciones en curso sobre los flujos migratorios regionales y la cooperación (en diciembre ambos gobiernos anunciaron un plan conjunto de cooperación para el desarrollo para abordar la migración desde Centroamérica) pueden dar lugar a una relación bilateral más fluida en los próximos años. A medida que la cooperación avanza, la administración Biden debería:
Centroamérica sigue enfrentando graves problemas de inseguridad, violencia, pobreza, crecientes tendencias autoritarias e instituciones débiles. Estas preocupaciones se ven exacerbadas por la impunidad sistémica, la corrupción y la mala gestión de los gobiernos, que dificultan aún más los esfuerzos para mejorar estas condiciones. En su primer año, el gobierno de Biden ha adoptado el tono adecuado en sus esfuerzos por abordar las causas profundas de estas problemáticas, centrándose en la lucha contra la corrupción, el fortalecimiento de la gobernanza democrática y la promoción del Estado de derecho. Ha enviado mensajes importantes al recortar o desviar la ayuda para que no llegue a las instituciones corruptas, poner en marcha un Equipo de Tarea Anticorrupciónpara luchar contra la corrupción en El Salvador, Guatemala y Honduras, y sancionar a varios actores involucrados en importantes actos de corrupción y actos para socavar la democracia. Si bien se trata de medidas positivas, muchas de esas iniciativas requerirán puntos de referencia claros y un seguimiento, guiado por aportes de la sociedad civil y agentes del sector privado. Del mismo modo, para abordar adecuadamente las crisis de justicia, seguridad y derechos humanos, y la falta de oportunidades económicas que es un motor de la migración en Centroamérica, el gobierno de Biden debe tomar medidas más fuertes y cohesivas, a medida que comienza su segundo año de gobierno.
En Guatemala, el gobierno de Biden suspendió la cooperación con el Ministerio Público y sancionó a la Fiscal General del país tras la destitución ilegal del principal fiscal anticorrupción de Guatemala, tras intentos previos para impedir que jueces anticorrupción sirvieran en cortes del país, en un intento de debilitar aún más la unidad anticorrupción y obstaculizar las investigaciones en los círculos más altos del poder. Sin embargo, desde que se tomaron estas acciones por parte de Estados Unidos, han continuado los ataques y los esfuerzos para socavar las investigaciones de la unidad anticorrupción, junto con el traslado de la principal fiscal de derechos humanos de Guatemala para ahora investigar crímenes contra turistas. Mientras tanto, las elecciones para la Corte Suprema de Justicia y la Corte de Apelaciones se han retrasado en más de dos años debido a irregularidades e intentos de influir en la composición de los tribunales.
El gobierno guatemalteco no parece ser un aliado confiable en los esfuerzos de la administración Biden para promover el Estado de derecho y la lucha contra la corrupción. En su segundo año, el gobierno de Biden tendrá que considerar medidas más enérgicas que respalden sus preocupaciones y utilizar toda la gama de instrumentos a su disposición —límites a la asistencia, sanciones adicionales e influencia con las instituciones financieras internacionales— para contrarrestar el retroceso continuo del Estado de derecho. Biden debería dejar claro a la administración de Giammattei que está prestando mucha atención a las próximas elecciones de Fiscal General, con una cooperación adicional en juego en función de los resultados, ya que las elecciones tendrán un gran peso no sólo para las investigaciones penales en el país, sino también para el resultado de las elecciones generales del año próximo.
En El Salvador, el gobierno de Bukele, con una mayoría decisiva en la nueva Asamblea Nacional electa, avanzó en sus esfuerzos por consolidar el poder. La asamblea supervisó las destituciones inconstitucionales de personas magistradas y del fiscal general del país y la rápida erosión de las instituciones democráticas. El gobierno de Biden expresó abiertamente sus preocupaciones y ha tomado una serie de medidas, incluyendo una reprogramación del apoyo de USAID al gobierno para las organizaciones de la sociedad civil, la decisión de preparar cargos penalescontra dos altos funcionarios del gobierno sancionados por Estados Unidos y cercanos a Bukele, y una declaración del encargado de negocios estadounidense saliente de que Estados Unidos “no tiene contraparte” en el país. Pero el presidente Bukele ha rechazado las presiones estadounidenses, diciendo que El Salvador “no es el patio trasero de nadie”. En el próximo año, la Administración Biden tendrá que evaluar su relación con el gobierno salvadoreño, examinar las herramientas que tiene y considerar cómo puede ejercer una presión consistente sobre el gobierno salvadoreño, junto con el apoyo a la sociedad civil.
La próxima toma de posesión de la presidenta electa de Honduras, Xiomara Castro, brinda una buena oportunidad para renovar el compromiso con Centroamérica. Mientras que los funcionarios de Biden se habían distanciado acertadamente del presidente Juan Orlando Hernández (quien figura en la lista del Departamento de Justicia como coconspirador en un caso de narcotráfico en Estados Unidos), el Secretario Adjunto para Asuntos del Hemisferio Occidental, Brian Nichols, realizó una importante visita al país antes de la votación de noviembre para reafirmar el apoyo estadounidense a unas elecciones libres, justas y pacíficas. Personas funcionarias estadounidenses han viajado posteriormente a Honduras para reunirse con Castro y su equipo. Si el nuevo gobierno de Honduras mantiene sus promesas de reconstruir la democracia para que sirva a todos los sectores, de volver a dar prioridad a la protección de los derechos humanos y hacer frente a la corrupción, podría convertirse en un socio valioso en una región cada vez menos democrática. Dados los problemas de larga data del crimen organizado, la impunidad y las terribles condiciones para las y los defensores de los derechos humanos en Honduras, la presidenta Castro enfrentará una batalla cuesta arriba y necesitará el apoyo de Estados Unidos.
En Nicaragua, los abusos a los derechos humanos han ido en aumento y son atroces, y las perspectivas de democracia se han visto aplastadas. Durante los meses previos a las elecciones de noviembre de 2021, el gobierno de Ortega-Murillo detuvo arbitrariamente a decenas de personas opositoras al gobierno, entre ellas siete personas candidatas presidenciales, en una escalada de su campaña de represión y criminalización de voces disidentes, periodistas y personas defensoras de derechos humanos. Antes de las elecciones, Biden promulgó la ley RENACER, que autoriza sanciones individuales, pide la coordinación de sanciones con otros gobiernos e incluye herramientas adicionales e informes para abordar la corrupción, las violaciones de derechos humanos, la libertad de expresión y promover elecciones democráticas en Nicaragua. Después de unas elecciones que no fueron libres, justas ni democráticas y que Estados Unidos consideró una farsa, el gobierno de Biden lanzó una nueva ronda de sanciones contra personas funcionarias y organismos nicaragüenses. El día de la toma de posesión Ortega-Murillo también se impusieron sanciones adicionales. El gobierno de Biden debe continuar coordinándose con la comunidad internacional para apoyar a la sociedad civil y a los actores políticos en Nicaragua y en el exilio a fin de facilitar el diálogo y la mediación nacionales que puedan conducir a la creación de condiciones para la celebración de elecciones libres, justas y transparentes, y para hacer frente a la crisis de derechos humanos en el país. Se trata de un esfuerzo a largo plazo que requerirá una atención constante por parte de la administración Biden.
A medida que el gobierno de Biden entra en su segundo año, debe abordar con mayor urgencia y coherencia los objetivos de combatir la corrupción y fortalecer la democracia en Centroamérica. Además de intensificar las sanciones estratégicas y reevaluar la eficacia de la ayuda a los países del Triángulo del Norte, hay que hacer más para apoyar y consultar a la sociedad civil, periodistas, personas defensoras de los derechos humanos y personas funcionarias gubernamentales que están al frente de la lucha contra la corrupción y la impunidad y por la democracia. El espacio cívico se está cerrando rápidamente a través de leyes y prácticas represivas. Los sistemas judiciales están cada vez más enredados con intereses ilícitos. Los gobiernos cada vez más antidemocráticos están afinando sus esfuerzos para servir únicamente a los actores más cercanos a las y los gobernantes. Hay una necesidad urgente de actuar ante estas preocupaciones mientras todavía existen aliados en la región que están afrontando con valentía estas cuestiones. Aunque Estados Unidos seguirá preocupado por el papel de China en la región, y por cuestiones de migración y cooperación en materia de aplicación de la ley, no debe permitir que esas cuestiones eclipsen su apoyo a los esfuerzos para combatir la corrupción y fortalecer las normas democráticas.
El primer año del gobierno de Biden ha sido lento e inflexible en lo que se refiere a la política entre Estados Unidos y Cuba. A pesar de las promesas de la campaña de restaurar las políticas de la era Obama que otorgaban a las personas estadounidenses derechos irrestrictos a viajar y enviar dinero a Cuba y de echar atrás las restricciones de la administración Trump, no se ha tomado ninguna medida para revertir las medidas de línea dura de la administración Trump contra Cuba o para llevar la política estadounidense a los niveles de compromiso de 2016 con la isla. Mientras tanto, la pandemia COVID-19 y los apremiantes problemas sociales y económicos continuaron afectando gravemente el bienestar del pueblo cubano. No ha habido ningún movimiento para eliminar los topes a las remesas familiares y donativos, las restricciones a los viajes o para reanudar los servicios consulares, a pesar del reconocimiento público por parte de personas funcionarias del gobierno del impacto claro y perjudicial de las políticas de Trump tanto para las personas cubanas en la isla como para las personas cubanoamericanas.
Ya en marzo de 2021, el gobierno dejó claro que cambiar la política hacia Cuba no era una prioridad, en parte como resultado de apremiantes preocupaciones políticas internas. Las manifestaciones cubanas del 11 de julio —cuando miles de personas cubanas frustradas por la escasez, las deficiencias del sistema de salud para responder a la COVID y la inacción del gobierno tomaron las calles en varias ciudades de la isla para protestar— obligaron a la política cubana a ocupar un lugar prioritario en la agenda de Biden y parecía haber una oportunidad para actuar. El gobierno emitió múltiples declaraciones en apoyo al pueblo cubano y su derecho a la protesta, y criticó duramente al gobierno cubano por su respuesta represiva. El gobierno también parecía reconocer que las restricciones estadounidenses, incluyendo los viajes y las remesas, podrían estar contribuyendo a la crisis humanitaria en la isla, y ordenó al Departamento de Estado revisar la renovación del personal de la Embajada de Estados Unidos en La Habana y anunció la creación de un Grupo de Trabajo sobre Remesas para evaluar cómo las personas cubanoamericanas pueden enviar remesas a sus familiares en Cuba sin que el gobierno cubano obtenga ingresos significativos. Sin embargo, hasta la fecha la administración no ha publicado las conclusiones ni las recomendaciones formuladas por el Grupo de Trabajo, y si bien ha habido cierto grado de reorganización de los servicios consulares, estos no se han restablecido. El gobierno anunció cinco rondas de sanciones dirigidas a personas consideradas responsables de la represión durante las manifestaciones de julio, las cuales, dada la estructura de sanciones existente en torno a Cuba, eran puramente simbólicas y redundantes.
En diciembre, el gobierno de Biden confirmó que ha puesto una pausa en la política de Estados Unidos-Cuba después de las protestas del 11 de julio, afirmando que era importante esperar y evaluar la situación en la isla tras el malestar social y la posterior respuesta del gobierno cubano. Esta pausa es contraproducente. Sin compromiso, la administración no tiene diálogo ni influencia con el gobierno cubano, ni forma de responder a la situación humanitaria, ni cómo elevar preocupaciones significativas sobre los derechos humanos o la represión.
Un número significativo de oficinas del Congreso y aliados han presionado repetidamente al gobierno de Biden para que tome medidas rápidas para abordar la crisis humanitaria en la isla. En una carta de diciembre a la administración 114 miembros del Congreso pidieron que se cumplieran las promesas de campaña incumplidas.
En 2022, el gobierno de Biden debería detener la oscilación del péndulo en su política hacia Cuba. La suspensión de las regulaciones estadounidenses que impiden que los alimentos, medicinas y otros tipos de ayuda humanitaria lleguen al pueblo cubano, así como la eliminación de todas las restricciones a las remesas familiares, será imprescindible para permitir a las personas cubanoamericanas ayudar a sus familias y mejorar el nivel de vida de las personas habitantes de la isla. Esto también debería incluir la eliminación de las restricciones a las remesas no familiares, lo que permitiría a organizaciones sin fines de lucro y grupos religiosos proporcionar asistencia humanitaria y capital inicial que la sociedad civil y las y los empresarios cubanos necesitan con urgencia.
La administración Biden también debe dotar de personal rápida y plenamente la Embajada de Estados Unidos en La Habana, con las medidas necesarias para garantizar la seguridad del personal estadounidense para reanudar los servicios consulares en Cuba. También deberían eliminar las restricciones de viajes impuestas por la administración Trump, que hacen más difícil a las personas cubanoamericanas visitar y reunirse con sus familias en la isla, particularmente a aquellas con familias fuera de La Habana. Finalmente, la administración Biden debería retirar a Cuba de la lista de Estados patrocinadores del terrorismo, ya que esta designación supone un nuevo obstáculo en el camino hacia el mejoramiento de las relaciones y crea nuevos obstáculos para la adquisición o recepción de bienes humanitarios.
La situación en Venezuela representa una emergencia humanitaria y sigue siendo uno de los mayores desafíos para la democracia y los derechos humanos en las Américas. El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados calcula que el número de personas refugiadas y migrantes venezolanas supera los 6 millones, y el Programa Mundial de Alimentos (PMA) estima que aproximadamente una de cada tres personas venezolanas —32,3%, es decir 9,3 millones— padece inseguridad alimentaria y necesita ayuda. En el frente político, el país ha continuado su descenso hacia el autoritarismo. Después de reclamar la reelección en unos comicios de 2018 que no fueron ni libres ni justos, el gobernante de facto Nicolás Maduro ha carecido de cualquier tipo de mandato democrático y desde entonces ha supervisado la completa erosión de las últimas instituciones democráticas que quedan en el país.
En los últimos años, el gobierno venezolano ha sido cómplice de la persecución y represión generalizadas contra personas críticas o presuntamente opositoras al gobierno. En noviembre de 2021, el Fiscal de la Corte Penal Internacional (CPI) anunció una investigación formal de los crímenes cometidos por funcionarios del gobierno y personas progubernamentales, incluyendo encarcelamiento arbitrario, violencia sexual, tortura y persecución por motivos políticos. Es el primer país de las Américas sometido a una investigación formal de la CPI, lo que marca un hito en el esfuerzo por combatir la impunidad por violaciones graves de derechos humanos en Venezuela y en todo el hemisferio.
A mediados de 2021, se iniciaron las negociaciones entre representantes de la oposición y del gobierno, lo que representó una oportunidad para trabajar en la búsqueda de una solución pacífica y democrática a la crisis venezolana. Este proceso tenía como objetivo mejorar las condiciones electorales y hacer frente a la emergencia humanitaria, y avanzó hasta el punto en que las partes acordaron crear un grupo de trabajo conjunto que utilizaría los fondos congelados para atender la emergencia humanitaria en Venezuela. El gobierno de Maduro suspendió su participación en las conversaciones en octubre, tras la extradición del presunto blanqueador de dinero vinculado al gobierno Alex Saab. Sin embargo, los Estados Unidos y otros gobiernos internacionales han expresado su apoyo constante a las negociaciones que conduzcan a elecciones libres y justas y al fin de las violaciones de los derechos humanos.
Sin embargo, existen dudas sobre hasta qué punto el gobierno de Biden está dando verdadera prioridad a la crisis en Venezuela. Desde que asumió el cargo, el presidente Biden y su administración han hablado con mayor firmeza sobre la necesidad de una coordinación multilateral y han sido más claros al insistir en las negociaciones políticas como objetivo político. Pero en sus acciones, la Casa Blanca ha mantenido la política de “máxima presión” de la administración Trump en piloto automático. Aparte de algunas excepciones que permiten el pago de vacunas COVID-19 y la importación de gas de cocina, el gobierno de Biden ha seguido castigando el petróleo y las sanciones financieras que (a diferencia de las sanciones contra las personas) tienen un costo documentado en la población en general, como ha demostrado un informe de WOLA de 2020.
Enfrentado a los incentivos internos de Estados Unidos que compiten entre sí, es posible que el gobierno de Biden tenga poco interés en intentar que avanzaran las negociaciones ofreciéndose a levantar algunas de estas sanciones a cambio de un progreso en las mismas, aunque sea parcial o temporalmente. Esto es preocupante porque, si bien Estados Unidos no puede resolver unilateralmente la crisis venezolana, las decisiones de Washington pueden contribuir a abordar la emergencia humanitaria sobre el terreno y ayudar a maximizar las posibilidades de retorno a la democracia en el país.
A medida que el gobierno de Biden entra en su segundo año, tiene la oportunidad de desarrollar una hoja de ruta clara de la política estadounidense hacia Venezuela, que debería incluir:
El gobierno de Biden ha cambiado de tono en las relaciones de Estados Unidos con Colombia, expresando su apoyo a la implementación del Acuerdo de Paz y la necesidad de rendir cuentas por las violaciones de derechos humanos cometidas durante el conflicto armado. Este cambio ha sido bien acogido en comparación con la falta de interés de la administración Trump por la paz y los derechos humanos y su repetición de esfuerzos ineficaces en materia de políticas antidrogas, tales como presionar para reiniciar los esfuerzos de fumigación aérea que son problemáticos para la salud y el medio ambiente. Sin embargo, durante su primer año, el gobierno de Biden continuó elogiando la alianza entre Estados Unidos y Colombia, sin presionar al gobierno sobre los asesinatos y los ataques contra líderes sociales, incluyendo defensoras y defensores de derechos humanos, lideresas y líderes afrocolombianos, indígenas, personas LGBT y personas campesinas, sindicalistas y la prensa.
La tibia respuesta pública del gobierno de Biden a la terrible violencia contra las personas manifestantes que tuvo lugar durante la huelga cívica y las protestas posteriores es muy reveladora. Mientras que miembros demócratas del Congreso pidieron al gobierno que denunciara la brutalidad policial y congelara la ayuda policial y la venta de equipos antidisturbios, el gobierno no hizo más que emitir declaraciones lamentando la pérdida de vidas y reafirmando el derecho a las protestas pacíficas. De este modo, el gobierno perdió una oportunidad importante para mitigar los abusos y presionar al gobierno colombiano para que lleve a cabo una verdadera reforma policial, enviando así el mensaje de que Estados Unidos tolerará graves abusos contra sus aliados en la región.
Asimismo, si bien fue el gobierno de Obama el que lideró un cambio positivo en materia de derechos laborales antes del Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos y Colombia en 2012, hasta ahora el gobierno de Biden no ha avanzado en el respeto de los derechos laborales en el país.
El único impulso sustancial que el gobierno de Biden dio al proceso de paz de Colombia en 2016 fue eliminar a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) de la lista de grupos terroristas, mientras que las personas disidentes de las FARC, quienes se resistieron a desmovilizarse y miembros removilizados de las FARC se agregaron a la lista. Si bien este cambio debería haber ocurrido hace años, no hubo ningún movimiento durante la administración de Trump. El gobierno de Biden decidió dar este paso positivo en torno a la fecha del quinto aniversario de la firma del Acuerdo de Paz. Dicha eliminación remueve las restricciones que prohibían la ayuda estadounidense para apoyar la muy necesaria reincorporación y otros esfuerzos de paz que podrían incluir a miembros desmovilizados de las FARC, y facilita las relaciones con el partido político Comunes de las FARC. Esta acción facilita los esfuerzos de paz, pero no elimina las acusaciones legales que existen en Estados Unidos contra miembros de las FARC que han cometido delitos específicos como el secuestro de personas ciudadanas estadounidenses.
El gobierno de Biden también anunció cambios en la política antidrogas que avanza hacia un enfoque más holístico y de reducción de daños para hacer frente a las drogas ilegales. Una nueva estrategia de política antidrogas entre Estados Unidos y Colombia anunciada en septiembre mantiene los esfuerzos tradicionales de “reducción de la oferta” como la erradicación y la interdicción, pero la acompañaría con un mayor enfoque en la gobernanza rural y la protección ambiental en las zonas donde se cultiva coca.
El año 2022 trae nuevas oportunidades para que la política de Estados Unidos-Colombia cambie hacia la implementación de la paz y el fortalecimiento de los derechos humanos y laborales. En mayo de 2022, Colombia tendrá su primera ronda de elecciones presidenciales. La toma de posesión de una nueva persona en la presidencia en agosto abrirá la posibilidad para que la administración Biden establezca nuevos términos para la relación bilateral basados en la paz y los derechos humanos. Aunque el resultado de las elecciones es difícil de predecir, un nuevo presidente o presidenta podría estar en mayor disposición de promover el diálogo con la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN) y a buscar formas de proteger a las personas civiles en las zonas de conflicto reforzando los principios del derecho humanitario.
Otra oportunidad para mostrar un claro apoyo a la transición a la paz del país será cuando la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición de Colombia publique su informe este año. Por último, el gobierno de Biden tiene la oportunidad de mostrar su firme apoyo al proceso de justicia transicional, ahora que se ha llegado a un acuerdo entre la Corte Penal Internacional y el gobierno de Duque para tratar los polémicos casos de ejecuciones extrajudiciales cometidas por las fuerzas armadas en los tribunales nacionales.
Perú no ha estado recientemente en el centro de las prioridades de la política exterior estadounidense hacia la región. Sin embargo, el gobierno de Biden desempeñó un papel clave en el apoyo a la democracia del Perú en un momento crucial cuando el resultado de la segunda vuelta de las elecciones presidenciales libres y justas en el país, en junio de 2021, corría un grave riesgo de ser revertido. Keiko Fujimori, la perdedora en una contienda reñida, lanzó acusaciones infundadas de fraude en un intento por impedir que el candidato ganador, Pedro Castillo, asumiera el cargo. El Departamento de Estado del presidente Biden rechazó las descaradas mentiras de Keiko, elogiando contundentemente a las autoridades peruanas por llevar a cabo “elecciones libres, justas, accesibles y pacíficas”, y añadiendo que las elecciones de Perú ofrecían un “modelo de democracia en la región.” Si Fujimori hubiera logrado subvertir el verdadero resultado de la votación, el derecho fundamental de las personas peruanas a elegir a sus líderes mediante elecciones democráticas habría sufrido un duro golpe, probablemente desencadenando graves consecuencias. Tal vez la asediada democracia del Perú habría sobrevivido a la crisis creada por las mentiras de Fujimori incluso si el gobierno de Biden hubiera permanecido en silencio. Pero la claridad de la postura del Departamento de Estado seguramente ayudó al Perú en un momento en que la calamidad se avecinaba.
Sin embargo, si bien se superó la emergencia inmediata, la democracia peruana sigue plagada de dificultades que podrían sumir rápidamente al país en la inestabilidad y una fuerte erosión del Estado de derecho. La amenaza constante de que el Congreso unicameral de Perú active su poder para destituir a la presidencia se cierne sobre un gobierno ya débil de Castillo, que dejaría al país nuevamente bajo el liderazgo de un presidente o presidenta no electa. Al mismo tiempo, las personas periodistas se enfrentan a presiones por parte de fiscales y tribunales por informar sobre políticos, poniendo en peligro el derecho a la libertad de expresión, fundamental para la democracia. El gobierno de Biden habló cuando más le importaba a Perú en 2021. En 2022, se requerirá una vigilancia constante en nombre de la democracia.
Desde la década de 1960, Estados Unidos han defendido una estrategia global prohibicionista de control de drogas. Sin embargo, la escala de los mercados de drogas ilegales ha seguido creciendo a medida que las comunidades en situación de vulnerabilidad enfrentan las consecuencias más devastadoras de la “guerra contra las drogas”, ya sea en forma de represión brutal, abandono cruel o ambas cosas. Como ha ocurrido en Estados Unidos, las leyes punitivas sobre drogas han dado lugar a incrementos dramáticos de la población carcelaria en todo el mundo, con un impacto desproporcionado en las mujeres. En América Latina, el número de mujeres encarceladas sigue aumentando a un ritmo alarmante, y el número de mujeres encarceladas aumenta mucho más rápidamente que el de hombres. El encarcelamiento tiene consecuencias devastadoras para las personas privadas de su libertad, sus familias y sus comunidades.
En su primer año, el gobierno de Biden no ha cuestionado los fundamentos de esa larga trayectoria, lo que no debería sorprendernos. La política antidroga estadounidense orientada a la prohibición por defecto ha acumulado una enorme inercia política y burocrática a lo largo de décadas, incluyendo los esfuerzos perennes de Estados Unidos para reprimir la producción y el suministro de drogas ilegales en el extranjero mediante la erradicación e interdicción de cultivos. Como senador, Biden desempeñó un papel clave en la aprobación de leyes que intensificaron la guerra contra las drogas, y aunque sus opiniones han evolucionado considerablemente, Biden se ha mantenido escéptico ante las propuestas de reforma a la política antidrogas como despenalizar y regular el cannabis, que la mayoría de los demócratas en el Congreso apoyan ahora.
Sin embargo, Biden asumió el cargo con el país en medio de una crisis de sobredosis de drogas sin precedentes, así como un intenso debate sobre la injusticia racial y la brutalidad policial. En este contexto, el gobierno de Biden introdujo cambios positivos, aunque incipientes, en la retórica y el contenido de las políticas. Las prioridades de la política de drogas esbozadas por la Oficina de Política Nacional de Control de Drogas (ONDCP) de la Casa Blanca en abril de 2021 hacen hincapié en “garantizar la equidad racial en la política de drogas y promover esfuerzos de reducción de daños.” Además, al describir su objetivo de reducir el suministro de drogas ilícitas mediante la cooperación con países como Colombia y México, la declaración de prioridades de la ONDCP de abril de 2021 promete una “respuesta colectiva e integral” que “asegure que las actividades para frenar la producción y el tráfico de drogas ilícitas se ajusten al estado de derecho y respeten los derechos humanos.”
El abierto apoyo del gobierno de Biden a la reducción de daños (incluyendo intervenciones como el antídoto para sobredosis naloxona, jeringas estériles y tiras reactivas de fentanilo) marca una ruptura clara con la anterior política de drogas de Estados Unidos. En la sesión de abril de 2021 de la Comisión de Estupefacientes de las Naciones Unidas (CND), la declaración nacional de Estados Unidos hizo hincapié en las medidas de reducción de daños. El término “reducción de daños” nunca se ha incluido en un documento de consenso sobre la política de drogas de la ONU, y las disputas diplomáticas sobre el término a menudo han dado lugar a tensos enfrentamientos. Notablemente, el gobierno de Estados Unidos casi siempre ha estado entre los países que se resisten al término —hasta ahora—.
Estados Unidos sigue teniendo una enorme influencia en el ámbito de la política de drogas de la ONU, por lo que su apoyo a la reducción de daños podría suponer un impulso importante a nivel mundial para estas medidas que salvan vidas. Al mismo tiempo, la retórica positiva de Estados Unidos en la ONU y otros foros internacionales en apoyo de la reducción de daños, la equidad racial y los derechos humanos puede ayudar a la sociedad civil estadounidense a presionar a la administración Biden para que esté a la altura de esa retórica reformando las políticas de drogas nacionales y extranjeras de Estados Unidos. Esta es la dirección que el gobierno de Biden debe seguir para avanzar en lugar de redoblar las estrategias de criminalización fallidas, como la propuesta de la administración para clasificar permanentemente las sustancias relacionadas con el fentanilo.
Los nuevos acuerdos marco alcanzados por el gobierno de Biden en octubre de 2021 con Colombia y Méxicoincluyen referencias positivas a la promoción de la justicia y el Estado de derecho y a la inversión en el desarrollo rural. Además, el gobierno de Biden ha dejado claro al gobierno colombiano de Duque que Estados Unidos no pagará por la reanudación de la fumigación aérea de herbicidas en los cultivos de coca, una ruptura importante con una historia de apoyo masivo de Estados Unidos a este programa de fumigación derrochador, abusivo y contraproducente. De hecho, las iniciativas de control de la oferta respaldadas por Estados Unidos, como la erradicación forzosa de cultivos, son conocidas por violar los derechos humanos y profundizar la pobreza de las familias que dependen para su supervivencia de cultivos como la coca, el cannabis y la amapola. Queda por ver si el gobierno de Biden puede traducir su apoyo retórico a los derechos humanos en políticas de drogas humanas y eficaces en toda la región.