WOLA: Advocacy for Human Rights in the Americas

Sergio Ortiz Borbolla/WOLA

3 Nov 2022 | Análisis

Cada día hay más mujeres encarceladas. Esto no hace que el mundo sea más seguro.

En todo el mundo, el número de mujeres entre rejas sigue creciendo. La quinta edición de la Lista Mundial de Mujeres Encarceladas, que acaba de publicarse, muestra que el número de mujeres y niñas detenidas en todo el mundo ha aumentado un 60 porciento desde el año 2000, mientras que el de los hombres se ha incrementado en torno al 22 porciento. La Lista Mundial de Mujeres Encarceladas forma parte del informe World Prison Brief, elaborado por el Institute for Crime & Justice Policy Research.

Estados Unidos está a la cabeza del mundo con más de 210.000 mujeres encarceladas en la actualidad, lo que supone un gran aumento respecto a las 159.000 que había tras las rejas en el año 2000. También tiene la desafortunada distinción de tener la tasa de población penitenciaria femenina más alta del mundo, con cerca de 64 mujeres en prisión por cada 100.000 en la población nacional. Por el contrario, Europa (excluida Rusia) es el único lugar del mundo en donde ha disminuido el encarcelamiento de mujeres, con un descenso de aproximadamente el 13 porciento durante este periodo y una tasa de población penitenciaria femenina de tan sólo el 6,9.

América Latina también se encuentra mal parada, con estadísticas atroces en algunos países. Excluyendo a Estados Unidos, se estima que hoy en día hay 95.000 mujeres entre rejas en las Américas, frente a las 37.671 del año 2000, lo que supone un aumento de más del 150 porciento en poco más de dos décadas. Brasil es uno de los países con mayor número de mujeres encarceladas del mundo, ocupando el tercer lugar después de Estados Unidos y China, mientras que México ocupa el décimo lugar. El Salvador tiene la tercera tasa de población femenina en prisión del mundo, 42 de cada 100.000 personas; su población femenina en prisión se ha multiplicado por más de siete en las últimas dos décadas. En Guatemala se ha multiplicado por seis, y es una de las 17 jurisdicciones del mundo en las que las mujeres y las niñas representan más del 10 porciento del total de la población penitenciaria.

Si bien los factores que conducen al encarcelamiento de las mujeres varían según el país, en América Latina el aumento continuo del encarcelamiento de las mujeres está impulsado en gran parte por leyes punitivas sobre drogas y políticas de “mano dura” que afectan desproporcionadamente a las mujeres. En la mayoría de los países latinoamericanos, los delitos relacionados con las drogas son la principal causa de encarcelamiento femenino y el porcentaje de mujeres encarceladas por estos delitos es casi siempre mayor que el de los hombres. Además, los perfiles de las mujeres que se encuentran entre rejas son muy similares: la mayoría son madres, en su mayoría cabeza de familia, que provienen de situaciones de vulnerabilidad. En definitiva, buscan poner comida en la mesa para sus familias.

Detrás de estas estadísticas, están las trágicas historias de mujeres que viven en estas prisiones, en condiciones deplorables, mientras son vulneradas y maltratadas.

Recientemente tuve la oportunidad de visitar la cárcel de mujeres en Bogotá, Colombia, más conocida como “El Buen Pastor”, donde pude entrar en dos patios, conocer las celdas y hablar libremente con las mujeres que allí se encuentran. Lo primero que se nota al entrar al patio es la ropa mojada que cuelga por todas partes, lo que se suma a un clima ya húmedo. El moho está tan extendido en las paredes y en los techos, que me pregunto qué daño está haciendo a los pulmones de estas mujeres. Sólo hay agua en el primero de los tres pisos que componen este bloque. Los baños son pésimos, con tuberías y asientos de inodoro rotos.

Las mujeres con las que hablé se quejaron de la falta de acceso a productos de primera necesidad. Me dijeron que cada mujer sólo recibe dos rollos de papel higiénico, un desodorante, un cepillo de dientes y pasta, una maquinilla de afeitar y una pastilla de jabón una vez cada tres meses. Me mostraron los recibos que ilustran el costo exorbitante de los artículos básicos que se pueden comprar dentro de la cárcel, que además la cárcel cobra un impuesto del 19 porciento por su compra. Las tarifas para utilizar los teléfonos también son extremadamente altas, si es que se puede encontrar uno que funcione. Todos se quejan de que no hay suficiente comida y que es asquerosa. Es posible que ese día recibieran mejor comida de lo normal dada la delegación que estaba de visita; sin embargo, la “carne”, que me describieron como un “producto comprimido”, era realmente repugnante.

Las mujeres también se refirieron a la falta de acceso a servicios jurídicos, sanitarios y de salud mental, así como a oportunidades de educación y formación. También se quejaron de malos tratos y abusos verbales y físicos por parte del personal penitenciario, y de las restricciones a las visitas de familiares y amigos. Aunque otras prisiones de Colombia han levantado las restricciones impuestas durante la pandemia de COVID-19, esta cárcel de mujeres sólo permite las visitas una vez al mes, aunque cuando estuve allí algunas mujeres dijeron que había pasado más de un mes desde la última vez que habían recibido visitas. La gran mayoría de las mujeres con las que hablé eran madres, y echan de menos a sus hijos más que nada.

Al comparar el “Buen Pastor” con otras cárceles de mujeres que he visitado en la región (todas ellas suelen caracterizarse por sus deplorables condiciones) y lo que más me llamó la atención fue el extremo hacinamiento. Después de Brasil, Colombia tiene más mujeres en prisión (6.746 en julio de 2022) que cualquier otro país de Sudamérica. En la cárcel “El Buen Pastor”, en celdas minúsculas con apenas unos metros entre literas para dos personas y la pared, dormían cuatro mujeres. En celdas un poco más grandes, también diseñadas para dos mujeres, había hasta siete mujeres hacinadas. Esto significa que muchas duermen en el suelo, y no todas tienen colchones. Incluso había una habitación -que claramente no estaba destinada a ser una celda, ya que no tenía camas- compartida por once mujeres quienes tenían que dormir en el suelo de cemento.

No tiene por qué ser así. Hay medidas inmediatas que los gobiernos pueden adoptar para reducir el hacinamiento en las cárceles, empezando por el sistema jurídico penal. Como se señala en una declaración de la red internacional de mujeres anteriormente encarceladas, “la detención preventiva debe ser la excepción, no la regla; las investigaciones y los juicios deben llevarse a cabo de manera oportuna y eficiente; y debe haber acceso a una representación legal gratuita y justa antes y durante el juicio”. Las mujeres deben tener acceso a la defensa legal para poder salir de la cárcel cuando se les acabe el tiempo – numerosas mujeres recluidas en la cárcel de Bogotá me dijeron que podían optar a la libertad condicional o a la excarcelación, pero que no tenían un abogado que les ayudara a navegar por el proceso burocrático.

Además, las leyes sobre drogas deben reformarse para reducir las sentencias excesivamente punitivas, así como el número de lo que se considera delitos relacionados con las drogas. Bajo ninguna circunstancia se debe encarcelar a nadie por posesión de drogas para uso personal. Encarcelar a quienes consumen drogas no contribuye a desbaratar estos mercados ilegales, pero tiene consecuencias devastadoras para quienes entran en conflicto con la ley y sus familias.

Mejor aún, los gobiernos deberían dejar de poner a las mujeres tras las rejas. Las “Reglas de Bangkok” de las Naciones Unidas proporcionan directrices para el tratamiento de las mujeres en prisión y el uso de alternativas al encarcelamiento. Sin embargo, en la práctica, los gobiernos rara vez las siguen. Una nueva ley en Colombia que permite la realización de servicios comunitarios en lugar de penas de prisión para las mujeres cuya condena sea inferior a ocho años y vivan en situación de vulnerabilidad podría reducir significativamente la población penitenciaria femenina en ese país.

Otras alternativas al encarcelamiento son la educación o la formación laboral, que pueden proporcionar a las mujeres las habilidades necesarias para obtener un empleo decente, y también pueden reducir la reincidencia. Lo ideal sería que estas alternativas se ofrecieran antes de que las mujeres se vieran abocadas al sistema jurídico penal, para que no quedaran marcadas con antecedentes penales. Los gobiernos de toda la región deben proporcionar a estas mujeres los recursos y las oportunidades necesarias para mantener a sus familias y vivir con dignidad. Un mundo con una población penitenciaria cada vez menor es un mundo mejor y más seguro para todos.