WOLA: Advocacy for Human Rights in the Americas
12 May 2021 | Análisis

México militarizado: la guerra se perdió, pero la paz no llega

Contexto 

En el marco de una crisis de violencia que ha costado la vida de cientos de miles de personas en México, Andrés Manuel López Obrador llegó a la presidencia en 2018 con el compromiso de transformar la fallida estrategia de seguridad de los dos gobiernos anteriores, la cual se había basado en gran parte en el despliegue de las fuerzas armadas. No obstante, López Obrador ha profundizado la militarización tanto dentro como fuera del ámbito de la seguridad. ¿Qué implican estas decisiones para la seguridad y la democracia en México?

A partir del recrudecimiento de la guerra contra la delincuencia en México hace casi 15 años—caracterizado por el despliegue territorial de las fuerzas armadas y por una estrategia de perseguir capos con el fin de descabezar organizaciones criminales—los homicidios anuales se han más que triplicado. Desde diciembre de 2006, México ha registrado aproximadamente 350,000 homicidios y el gobierno reconoce que 85,000 personas permanecen desaparecidas y no localizadas.

Andrés Manuel López Obrador afirmó en 2012 que, en caso de ser presidente de México, sacaría al Ejército de las calles dejando a cargo una policía federal profesionalizada. En 2016, criticó duramente el modelo bélico de seguridad, señalando que “no se resuelve nada” con medidas coercitivas y militarizadas. Reiteró en su campaña exitosa de 2018 que reorientaría la estrategia contra la violencia. Como presidente, ha implementado programas sociales que, según su análisis, atenderán algunas de las causas económicas de la inseguridad.

Sin embargo, la desmilitarización no sólo no ha llegado, sino que López Obrador ha apostado por profundizar diversos aspectos del modelo militarizado. Este mes cumple un año el Acuerdo presidencial que dispone la participación de las fuerzas armadas en tareas policiales hasta 2024. Asimismo, cumple dos años la Ley que creó la Guardia Nacional, el nuevo cuerpo de seguridad impulsado por López Obrador que, a pesar de depender orgánicamente de la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana (SSPC), es una fuerza militarizada que opera bajo la coordinación de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena).

La suma de estos dos instrumentos legales no es alentadora: incluso si el gobierno retirara a las fuerzas armadas de las tareas policiales para 2024, dichas tareas quedarían en manos de otra institución militarizada (la Guardia Nacional). En este contexto, se desdibuja la necesaria reforma policial civil. Mientras tanto, persisten diversos factores estructurales que fomentan la violencia en México.

El fracaso de la militarización como estrategia contra la violencia

Al asumir la presidencia en diciembre de 2006, Felipe Calderón declaró una guerra sin “tregua ni cuartel” contra la delincuencia. Si bien la participación militar en actividades policiales y antidrogas en México se remonta a sexenios anteriores, la llegada de Calderón marcó el comienzo de la etapa actual de militarización como eje central de la estrategia anticrimen. A partir de ese año, el gobierno desplegó una serie de operativos conjuntos militarizados, dando lugar a miles de enfrentamientos armados protagonizados por fuerzas castrenses y decenas de miles de detenciones realizadas por elementos militares.

Calderón también impulsó reformas a las instituciones policiales, afirmando que su objetivo a largo plazo era que las corporaciones civiles asumieran las tareas de seguridad. Sin embargo, dichas reformas no se tradujeron en cambios del calado necesario para garantizar la efectividad y la rendición de cuentas de las policías. Al final, se mantuvo la militarización a lo largo del sexenio calderonista. El presidente Enrique Peña Nieto repetiría, con algunas diferencias, el mismo ciclo durante el sexenio de 2012-2018: habiendo anunciado la conformación de una nueva fuerza federal, la Gendarmería, terminó continuando con el despliegue militar. Durante el gobierno de López Obrador, el despliegue territorial ha incorporado a un número cada vez mayor de elementos de la Guardia Nacional (fuerza cuyo carácter militarizado será analizado infra). Al mismo tiempo, sigue hasta la fecha la participación directa de las fuerzas armadas en tareas de seguridad. Así, con variaciones, la militarización se ha convertido de supuesta medida transitoria en estrategia de largo plazo.

Como otro componente del modelo anticrimen, sucesivos gobiernos federales han puesto énfasis en la detención de capos, actividad en la que las fuerzas especiales de la Secretaría de Marina (Semar) han jugado un papel protagónico con apoyo de Estados Unidos. López Obrador se ha distanciado de dicha estrategia, aunque existen ejemplos de detenciones de capos durante su gobierno.

Los resultados del modelo bélico han sido catastróficos. Los homicidios aumentaron drásticamente a partir del sexenio de Calderón (ver gráfica 1). Las detenciones y muertes de capos han fomentado la fragmentación de los grupos criminales, provocando un aumento en la violencia. Los enfrentamientos con participación de las fuerzas de seguridad detonan aumentos en los homicidios a nivel local. La abrumadora mayoría de las decenas de miles de personas que el gobierno registra como desaparecidas lo fueron durante los últimos 15 años. Un porcentaje importante de los homicidios y de las desapariciones registradas en años recientes se concentra en determinadas regiones del país, incluyendo varios de los estados más poblados.

  1. Homicidios en México 2000-junio 2020

Fuente: INEGI 2000-2019, 2020

En los últimos dos años, diversos analistas ven en el actuar de las fuerzas federales una disminución en la estrategia de combate frontal a los grupos criminales. Reducir el uso de tácticas bélicas—las cuales han provocado mayores niveles de violencia sin controlar la inseguridad—se puede considerar, en sí, un paso positivo. Sin embargo, tal modificación en la estrategia no se ha acompañado de medidas idóneas y suficientes para hacer frente a la violencia en curso en el país. Hoy, diversos grupos criminales siguen victimizando a la población y los homicidios continúan en niveles históricos.

Lo anterior confirma que el Estado no ha utilizado los últimos 15 años de militarización para instalar estructuras y prácticas eficaces contra la violencia a nivel nacional. En vez de permitir que las autoridades adelantaran soluciones, la militarización se ha vuelto la adicción que posterga indefinidamente esas soluciones.

Frente a este panorama, hace falta transformar los factores estructurales que fomentan la violencia—empezando por el papel del propio Estado. Tal como han ejemplificado una serie de casos de alto perfil a lo largo de la última década y media, los grupos delincuenciales suelen beneficiarse de la tolerancia y/o participación de actores del Estado. El poder que hoy ejercen las redes criminales en diversos ámbitos se explica solamente con referencia a esta realidad, cuyas consecuencias incluyen una falta de investigación eficaz de patrones de violencia tanto regionales como locales (que van más allá, desde luego, de las actividades de los cárteles trasnacionales).

Igualmente, un modelo efectivo de seguridad requiere priorizar la verdadera reforma y profesionalización de las instituciones policiales civiles, rompiendo el ciclo de militarizar por tiempo indefinido como respuesta fallida ante la corrupción policial y las carencias de las fuerzas locales. Lo anterior, a su vez, requiere superar de manera definitiva la histórica falta de compromiso con la reforma policial en los tres niveles de gobierno.

El gobierno federal actualmente impulsa el Modelo Nacional de Policía y Justicia Cívica con el fin de fortalecer las acciones preventivas y el papel de las policías estatales y municipales en la investigación de delitos, entre otros objetivos. Los avances en la implementación del modelo—y, de manera más importante, los resultados iniciales del modelo en la vida cotidiana—darán elementos para analizar qué tan profunda es la transformación que se está impulsando en la institucionalidad y la práctica policiales en el presente sexenio. Lo cierto es que, hasta ahora, la creación de la Guardia Nacional ha sido una prioridad mucho más visible que la reforma policial.

La Iniciativa Mérida

Tras meses de diálogo con el gobierno de Calderón, en octubre de 2007 el entonces presidente estadounidense George W. Bush anunció un nuevo programa de asistencia en materia de seguridad, estado de derecho y antidrogas: la Iniciativa Mérida. El 30 de junio de 2008, Bush firmó la legislación que autorizaba el paquete de cooperación. Para marzo de 2010, el Congreso estadounidense había aprobado más de USD$1.3 mil millones para México bajo el programa (un aumento considerable en la cooperación en materia de seguridad), destinados en gran parte a la compra de equipo, helicópteros, vehículos y tecnología, así como entrenamiento.

Durante la presidencia de Barack Obama, Estados Unidos modificó la Iniciativa Mérida para adoptar un enfoque de “cuatro pilares” de cooperación, a saber:

  • Afectar la capacidad operativa del crimen organizado”;
  • Institucionalizar la capacidad para mantener el Estado de derecho”;
  • “Crear la estructura fronteriza del siglo XXI”;
  • “Construir comunidades fuertes y resilientes”.

Bajo los cuatro pilares, en la última década la Iniciativa Mérida ha financiado proyectos dirigidos a fortalecer y profesionalizar diversas instituciones de seguridad y justicia, apoyar la transición al nuevo sistema penal, combatir la corrupción y promover los derechos humanos, entre otros. Hasta la fecha, el Congreso estadounidense ha aprobado más de USD$3 mil millones bajo la Iniciativa Mérida.

Por otro lado, el Departamento de Defensa estadounidense brinda asistencia a México fuera del marco de la Iniciativa Mérida. En el año fiscal 2019, se destinaron unos USD$55.3 millones para México por esta vía. Aunque significativo, tal monto no alcanza las cantidades de asistencia militar vistas en el sexenio de Calderón.


La perpetración de graves violaciones de derechos humanos en el marco de la militarización

La guerra militarizada contra la delincuencia en México detonó altos niveles de graves violaciones de derechos humanos. Una de las caras más conocidas de esta crisis han sido las desapariciones forzadas, cometidas por el Ejército, la Marina, así como por otras fuerzas de seguridad de todos los niveles.

Otro patrón ampliamente documentado ha sido la detención arbitraria y tortura a civiles, incluyendo a personas inocentes torturadas y posteriormente acusadas por delitos que no cometieron. Si bien la tortura era una práctica generalizada desde antes del sexenio de Calderón, la militarizada guerra contra el crimen fue un importante factor agravante. Según un análisis del World Justice Project basado en los datos de la Encuesta Nacional de Población Privada de la Libertad (ENPOL) 2016, el 88% de las personas detenidas por la Marina y el 85% de las personas detenidas por el Ejército de 2006-2016 reportaron tortura o malos tratos. Según la misma encuesta oficial, el 41% de las mujeres detenidas por la Marina, el 21% de las mujeres detenidas por el Ejército y el 10%-13% de las mujeres detenidas por las diferentes fuerzas policiales del país reportaron haber sobrevivido violación sexual en el marco de la detención.

Finalmente, existen numerosos casos documentados en los que las fuerzas armadas han privado de la vida a personas civiles que se encontraban sometidas y/o que no participaban en acto delictivo alguno, configurando así ejecuciones extrajudiciales o arbitrarias. En reiteradas ocasiones, los elementos militares han alterado las escenas de estos crímenes, por ejemplo, sembrando armas a las víctimas, como ocurrió en la ejecución de dos estudiantes del Tecnológico de Monterrey en 2010. Otro ejemplo de alteración de escenas es el caso Tlatlaya de 2014, en el que se reveló que los soldados operaban bajo la orden de “abatir delincuentes en horas de oscuridad”.

En el presente sexenio, el evento que dejó un saldo de un militar y 14 civiles muertos en Tepochica, Guerrero y la privación de la vida a una pareja de jóvenes en Carbó, Sonora han llamado fuertemente la atención pública. En julio de 2020, una ejecución extrajudicial cometida por soldados en Nuevo Laredo quedó grabada en parte en un video. Este último caso forma parte de una serie de muertes de civiles a manos de soldados en dicha ciudad en los últimos dos años, según lo documentado por el Comité de Derechos Humanos de Nuevo Laredo. Por otro lado, los riesgos de militarizar la frontera sur se materializaron en marzo de 2021 en la privación arbitraria de la vida a un ciudadano guatemalteco por un soldado en Mazapa de Madero, Chiapas.

Un indicador clave para detectar prácticas de presunta ejecución extrajudicial es el índice de letalidad, el cual muestra la relación entre el número de personas civiles muertas y heridas por una fuerza de seguridad en contextos de enfrentamiento. En una situación de combate, es normal que el número de personas muertas sea inferior al número de personas heridas. Es decir, un índice de letalidad “normal” sería de 1 o menos. En México, el índice de letalidad de las fuerzas armadas, según datos presentados en diciembre de 2020 por López Obrador, dista de estar en este nivel (ver gráfica 2). Ni el número actual de personas privadas de la vida por las fuerzas armadas, ni el índice de letalidad actual, alcanzan los niveles verdaderamente extremos vividos en sexenios recientes. Sin embargo, las fuerzas armadas siguen matando a cuatro o cinco civiles por cada persona civil herida, es decir, el índice de letalidad hoy se ubica en más del 400% del nivel esperado.

  1. Índice de letalidad de las fuerzas armadas 2007-septiembre 2020

Fuente: conferencia presidencial

Igualmente desproporcionado resulta el número de personas civiles fallecidas frente al personal militar fallecido: según datos oficiales de la Sedena obtenidos por la organización Intersecta, en 2020 perdieron la vida 237 civiles en encuentros con la Sedena, frente a 6 elementos militares. De las personas civiles muertas, el 71% falleció en eventos de “letalidad perfecta” en los que el único resultado del encuentro con la Sedena fueron civiles fallecidos.

A la luz de la violencia perpetrada por el Estado, sumada al fracaso de la militarización como estrategia contra la violencia, un gran número de voces llevan sexenios exigiendo la desmilitarización y la transformación del modelo de seguridad. Tanto organizaciones de derechos humanos como familias que han vivido en carne propia los graves abusos militares y la violencia criminal desatada por la guerra contra la delincuencia han exigido un alto a la violencia de Estado y un cambio de estrategia.

La guerra contra las drogas: un fallido modelo regional

Más allá de los grandes retos dentro de las instituciones de seguridad y procuración de justicia en México, las políticas en materia de drogas adoptadas tanto en México como en Estados Unidos—e impulsadas más ampliamente en el hemisferio—dificultan la consolidación de la seguridad. En particular, el modelo de prohibición y criminalización de las drogas aumenta la rentabilidad del narcotráfico y la corrupción asociada al mismo. (Cabe recordar, además, que las armas traficadas desde o vía Estados Unidos contribuyen a la violencia perpetrada por los grupos criminales, incluida en el marco del tráfico de drogas a Estados Unidos.)

La evidencia acumulada a lo largo de los últimos 15 años en México demuestra las consecuencias devastadoras de responder con acciones bélicas al fenómeno de las drogas. Tal estrategia tampoco ha prevenido ni reducido la crisis de sobredosis en Estados Unidos (que sigue aumentando).

La base de cualquier estrategia bilateral o regional frente al uso problemático de sustancias psicoactivas debe ser el reconocimiento de que esta “guerra”, enfocada en la criminalización, erradicación y combate al transporte de sustancias desde las regiones productoras, se ha perdido. Es imprescindible abordar el fenómeno de las drogas desde un enfoque de salud pública, reducción de daños y regulación legal de mercados, evitando que el consumo de drogas genere ganancias millonarias para grupos delictivos violentos.

La Guardia Nacional: una nueva fuerza militarizada

Según el Acuerdo presidencial de hace un año, a partir de 2024 las tareas policiales federales ya no corresponderán a las fuerzas armadas, sino exclusivamente a la Guardia Nacional (GN), la nueva corporación federal de seguridad creada en 2019. No obstante, todo parece indicar que la anunciada transición, en caso de darse, podría ser un cambio de nombre más que de estrategia.

En teoría, la GN es una institución civil: depende de la SSPC. Sin embargo, su estructura y su identidad institucional son fundamentalmente militares: la mayoría de sus aproximadamente 100,000 integrantes son militares, su despliegue territorial se realiza desde cuarteles y su Comandante es un general (quien pasó de elemento activo a retirado estando al frente de la GN). Aunado a lo anterior, diversos documentos oficiales publicados por los medios de comunicación, cuyo contenido no ha sido desmentido por el gobierno, revelan que la Sedena asumió el control operativo de la GN a partir del 6 de octubre de 2020.

El carácter militar de la GN causó preocupación desde un inicio por los riesgos que éste representa para los derechos humanos. Integrantes de la GN han estado implicados en presuntas ejecuciones arbitrarias en 2020 y 2021; en 2021, la GN ha buscado que familiares de las víctimas acepten indemnizaciones a cambio de no impulsar investigaciones de los hechos. Desde 2020, la GN cuenta con aproximadamente el mismo número de quejas ante la Comisión Nacional de los Derechos Humanos que la Sedena. En los primeros tres meses de 2021, la GN y la Sedena fueron las autoridades más señaladas por malos tratos, entre otras violaciones de derechos humanos, y cada una de estas instituciones motivó más de una queja por día en promedio.

En este contexto, el Estado no ha tomado medidas para garantizar un adecuado control de la GN, aun cuando este tema es objeto de una orden de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH), que dispuso en 2018 en el caso Atenco que el Estado creara un observatorio para monitorear y mejorar los mecanismos de rendición de cuentas y control del uso de la fuerza de la Policía Federal. Hoy dicha obligación se refiere a la Guardia Nacional, pero el Estado ha indicado ante la Corte IDH que no ve necesario cumplir esta medida.

De la militarización al militarismo: el creciente papel de las fuerzas armadas en la vida institucional

Históricamente, las fuerzas armadas mexicanas han conservado un grado notable de autonomía, al que se ha sumado el poder que representa su papel protagónico en la estrategia de seguridad. El discurso de López Obrador como candidato había dado razones para pensar que su llegada a la presidencia podría significar una reconfiguración de este último aspecto. Sin embargo, tras diversas reuniones con la cúpula militar, el nuevo presidente no sólo consolidó el papel de las fuerzas armadas como pilar de la estrategia de seguridad, sino también empezó a asignarles otra gama de funciones.

En ese sentido, se han promulgado reformas para que la Semar asuma el control y administración de los puertos del país. La Semar y la Sedena igualmente han asumido un papel creciente en el control de las aduanas. Lo anterior se suma a la continuación o ampliación de funciones que han desempeñado las fuerzas armadas en sexenios pasados, tales como tareas de control migratorio.

Por otra parte, si bien las fuerzas armadas habían participado en proyectos de infraestructura en sexenios pasados, resulta llamativo su papel en obras prioritarias de gran escala del gobierno actual. La Sedena está construyendo cientos de sucursales del Banco del Bienestar (vía para la entrega de programas sociales del gobierno federal). También construye y, según anunció López Obrador, administrará diversos aeropuertos. Asimismo, la Sedena no solamente construye sino administrará el Tren Maya, un megaproyecto turístico impulsado por la actual administración. El gobierno explica que el Ejército recibirá directamente las ganancias del megaproyecto. Convertir el Tren Maya en patrimonio de la Sedena es, según López Obrador, la forma de garantizar que el proyecto no se pueda privatizar a futuro “esté quien esté en el gobierno”. Por la misma razón, López Obrador anunció que otro megaproyecto, el Corredor Interoceánico (Transístmico), quedaría escriturado a la Marina y a cuatro gobiernos estatales.

Algunas de las tareas actuales de las fuerzas armadas en México

(Se incluyen actividades nuevas así como funciones ya vigentes desde antes del gobierno de López Obrador.)

  • Despliegue en operaciones de seguridad pública (directo y a través de la Guardia Nacional)
  • Resguardo de instalaciones estratégicas
  • Control y vigilancia en puertos y aduanas
  • Participación en control migratorio
  • Erradicación/fumigación de plantíos de cannabis y amapola 
  • Producción/adquisición y otorgamiento de licencias de las armas de fuego portadas por fuerzas públicas, empresas privadas de seguridad y particulares
  • Transporte y/o servicio de escolta para recursos entregados por el gobierno a la población
  • Construcción de sucursales del Banco del Bienestar, aeropuertos y megaproyectos turísticos y de transporte
  • Administración de megaproyectos
  • Distribución de vacunas y equipo médico contra COVID-19
  • Atención a desastres naturales

En cualquier país de América Latina—región cuya historia ha sido marcada por golpes de estado y dictaduras militares—la acumulación por las fuerzas armadas de funciones civiles prende alertas. Diversos ejemplos recientes del uso de las fuerzas armadas en el hemisferio plantean preocupaciones sobre las relaciones civiles-militares hoy.

Ciertamente, la experiencia de México no ha sido la de otras latitudes: a lo largo de la ola de dictaduras en la región, México no sufrió ningún golpe militar. Sin embargo, el peso de las fuerzas armadas mexicanas dentro y fuera del ámbito de la seguridad puede significar que no hace falta un golpe de estado para que las instituciones militares ejerzan niveles de poder que, sin constituir un gobierno militar, tampoco hablan de una institucionalidad democrática saludable. Con la seguridad en manos militares, y con las fuerzas armadas como ejecutoras de componentes importantes del proyecto de gobierno, es dable cuestionar qué margen de poder conserva el gobierno civil frente al estamento militar.

Un caso reciente que ejemplifica estas preocupaciones es el del General Salvador Cienfuegos, quien fue detenido en 2020 en Estados Unidos bajo acusaciones de colusión con un grupo delincuencial. López Obrador desplegó esfuerzos inéditos para trasladar a Cienfuegos a México. Logrado su regreso, la Fiscalía General de la República (FGR) cerró la indagatoria en su contra, sin haber esclarecido una serie de hechos referidos en los mensajes de chat que formaban la base de las acusaciones del Departamento de Justicia estadounidense (evidencia que fue, además, difundida en línea por el gobierno de López Obrador). El argumento central de la FGR para cerrar la investigación fue que Cienfuegos no era la persona que escribía una serie de mensajes incriminatorios. Sin embargo, incluso las personas cuyos mensajes fueron intervenidos suponían que Cienfuegos no era quien físicamente escribía los mensajes, y mucho menos tal argumento explica la omisión de la FGR de investigar exhaustivamente las referencias en las conversaciones a la colusión de otras autoridades, incluyendo oficiales militares y gobernadores, con actores criminales. A la postre, López Obrador propuso y el Congreso aprobó una reforma que ha obstaculizado el flujo de inteligencia entre Estados Unidos y México. Así, tanto el presidente, como la FGR, como el Congreso supeditaron intereses—desde la justicia penal hasta las relaciones exteriores—al objetivo de rechazar acusaciones contra un personaje que conserva poder dentro de las fuerzas armadas.

Tampoco parece probable que el militarismo disminuya en un futuro cercano, recordando que el presidente ve en las fuerzas armadas una vía para combatir la corrupción. Ahora bien, ninguna institución puede considerarse incorruptible—tampoco las fuerzas armadas—sino que, sin mecanismos de control adecuados, el hecho de trabajar en contextos que impliquen oportunidades o solicitudes de corrupción aumenta el riesgo de que ésta ocurra. Pero dejando a un lado lo anterior, si para López Obrador la participación de las fuerzas armadas es la forma de reducir la corrupción y garantizar la eficiencia en tareas civiles como las citadas supra, entonces para él no habría razones para no aplicar la misma lógica a una serie indeterminada de otras funciones civiles.

Conclusiones

En la guerra contra la delincuencia, quien ha sufrido las pérdidas más devastadoras es la población. El modelo militarizado ha detonado más violencia sin dar paso a estrategias efectivas de seguridad.

Como WOLA y otras organizaciones y personas expertas han resaltado en numerosas ocasiones en los últimos 15 años, ningún despliegue de fuerzas será suficiente para revertir la violencia mientras actores del Estado se encuentren entre los cómplices de las redes criminales; mientras no se priorice la reforma de las corporaciones civiles de seguridad; mientras las instituciones del país no avancen de manera trascendental en la investigación de los fenómenos delictivos; y mientras se toleren violaciones de derechos humanos por parte de las instituciones encargadas de velar por el estado de derecho.

Abordar estos factores desde un enfoque de protección a la población debería constituir el norte de la estrategia contra la violencia. Tal estrategia requiere de voluntad política y seguimiento cercano para materializarse a nivel nacional; actualmente, preocupa que la apuesta del gobierno sea una creciente e indefinida dependencia de las fuerzas armadas.