Contradiciendo su promesa de campaña de «regresar el Ejército a sus cuarteles», el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, ha anunciado su intención de que la Guardia Nacional «dependa completamente» de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena). Así, el gobierno actual amenaza con seguir profundizando la militarización de la seguridad pública a pesar de los altos costos de esta estrategia en materia de derechos humanos y de su comprobado fracaso a la hora de abordar la violencia y el narcotráfico, dos grandes desafíos en el país.
Conversamos con la Directora para México de WOLA Stephanie Brewer sobre el presente, pasado y potencial futuro de la militarización como estrategia de seguridad en el país y el estado de las relaciones bilaterales con Estados Unidos.
Empecemos por el contexto. México se enfrenta a altos niveles de inseguridad y de violencia, con más de 35.000 homicidios registrados anualmente, lo que implica un enorme aumento en los últimos 15 años, y más de 100.000 personas reconocidas como desaparecidas o no localizadas. La violencia, entre homicidios, desapariciones y otras formas de violencia, se ha vuelto una herramienta tristemente cotidiana que usan diferentes actores y grupos para imponerse, enviar mensajes y buscar controlar mercados ilegales y territorios.
En ese contexto, el presidente López Obrador dice que hay que ampliar y hacer prácticamente permanente el despliegue de las fuerzas militares en tareas policiales en todo el país. Dice que son ellas las únicas que pueden hacerse cargo de este gran problema, que las instituciones locales y civiles no pueden hacerlo.
Este es el mismo argumento que el gobierno federal de México ha empujado durante la última década y media, por lo menos, con consecuencias desastrosas en materia de seguridad y de derechos humanos. Cuando Felipe Calderón llegó a la presidencia en 2006, anunció la militarización como una medida temporal, mientras supuestamente se fortalecían las policías y las instituciones y se retomaba el control territorial en determinadas zonas del país. Lo que ocurrió en realidad fue que el despliegue militar se prolongó a lo largo del gobierno de Calderón, y luego continuó con el gobierno del presidente Enrique Peña Nieto.
Sí, eso había prometido anteriormente pero, muy por el contrario, una de sus primeras acciones fue la creación de una Guardia Nacional para reemplazar a la Policía Federal. Esa Guardia Nacional nace constitucionalmente como una fuerza de seguridad civil, pero ha sido manejada desde un principio como una fuerza militar. La gran mayoría de sus más de 100.000 miembros son militares y, en la práctica, ya está bajo el control operativo de la Sedena. Y eso no es todo: además de la Guardia Nacional, siguen desplegadas las fuerzas armadas, el Ejército y la Marina, de manera tal que hoy el despliegue militar es mayor que nunca en la historia reciente.
Con López Obrador podemos hablar de un cambio en la forma de utilizar a las fuerzas armadas. Los enfrentamientos entre las fuerzas de seguridad y las personas civiles, por ejemplo, han bajado en términos absolutos. La estrategia, sobre todo con la Guardia Nacional, ha sido aumentar la presencia territorial de las fuerzas del Estado, cosa que puede ser relevante sobre todo en determinadas zonas, pero que dista de ser suficiente para tener un impacto significativo en la situación de inseguridad y delincuencia.
Hay otro cambio con López Obrador: él no habla de la militarización como una medida temporal, sino que ha insistido en que la Guardia Nacional pase a formar parte de la Sedena, que se vuelva una fuerza armada, que ya no haya policía civil federal en México. Dice que lo que quiere es que sea muy difícil o imposible que futuros gobiernos reviertan ese modelo. Y además ha dicho en semanas recientes que el despliegue del Ejército y de la Marina debe seguir también a largo plazo, más allá de 2024, que es actualmente el plazo que establece un artículo transitorio de la reforma constitucional que creó la Guardia Nacional en 2019.
Claro. López Obrador ya ha enviado una iniciativa al congreso mexicano para reformar una serie de leyes con el objeto de otorgar a la Sedena el control operativo y administrativo de la Guardia Nacional, buscando que sea un cuerpo conformado completamente por personal militar, que incluso podría actuar en auxilio de las fuerzas armadas en misiones puramente militares.
Esto va en contra de la Constitución de México, que en su artículo 21 establece que la Guardia Nacional será una institución policial de carácter civil.
Estas propuestas lo que parecen buscar es profundizar la clara tendencia del gobierno de otorgar cada vez más funciones civiles y presupuesto, y así más poder, a las instituciones militares, sobre todo a la Sedena.
En este modelo, las fuerzas armadas no solo están desplegadas en tareas policiales sino que tienen un papel muy protagónico en tareas de control migratorio en las fronteras, se encargan de puertos y aduanas, construyen y administran grandes proyectos de infraestructura, entre otras.
Pareciera que, en vez de invertir en la consolidación de las instituciones propias de un gobierno democrático, la respuesta es saltar esas deudas pendientes y desplegar a las fuerzas armadas. Ciertamente la militarización parece ofrecer una vía fácil o rápida que se puede presentar a la población y decir, “mira, estoy tomando acciones firmes, así vamos a acabar con la corrupción, así vamos a brindar seguridad”, pero toda la evidencia hasta el momento nos dice que los resultados deseados no se van a lograr así. Al contrario, este camino de militarizar está agudizando una dinámica en la cual las fuerzas armadas mexicanas, que desde siempre han gozado de un grado de autonomía y de falta de transparencia y rendición de cuentas preocupante, ahora tendrán cada vez más poder en esa correlación de fuerzas con las autoridades civiles.
El presidente López Obrador ha dicho que ha dado instrucciones para que las fuerzas armadas no repriman y no violen derechos humanos. Desde luego, incluso con instrucciones, en este gobierno se han presentado casos de uso excesivo de la fuerza y de privación arbitraria de la vida por parte de elementos de las fuerzas armadas y la Guardia Nacional.
Al mismo tiempo, actualmente no se reportan, en términos absolutos, los mismos niveles de graves violaciones de derechos humanos como tortura, desapariciones forzadas y ejecuciones extrajudiciales, que se registraban hace diez años, por ejemplo, durante el gobierno de Calderón.
Hay que recordar, sin embargo, que estas instituciones militares son las mismas responsables de los niveles de abusos vistos hace unos pocos años y que no han atravesado por un proceso efectivo de rendición de cuentas. Tampoco han sido reformadas para garantizar la transparencia y construir mecanismos de control eficaces. En el caso de la Guardia Nacional, por ejemplo, el gobierno hasta se ha negado a cumplir una sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que mandaba a crear un mecanismo de supervisión externa.
Tampoco la Comisión Nacional de los Derechos Humanos ni la Fiscalía General de la República han sido contrapesos eficaces en términos de investigaciones sobre abusos militares.
La violencia y la capacidad operativa de los grupos criminales persiste en México esencialmente porque el país no ha consolidado un sistema de investigación penal confiable, capaz y con recursos suficientes, que esclarezca y sancione los delitos y que pueda investigar fenómenos criminales complejos.
Las instituciones de seguridad y de justicia operan, sobre todo en los estados, en condiciones a veces de franca precariedad, con problemas arraigados de falta de capacidad, pero también frecuentemente de corrupción. Eso contribuye a que la abrumadora mayoría de delitos cometidos contra la población queden impunes.
Entonces, la gran tarea pendiente, y no estoy diciendo nada novedoso, es apostar al fortalecimiento y a la reforma de las instituciones civiles, para que el país cuente con un sistema capaz de responder y prevenir los delitos. No digo que no haya esfuerzos y proyectos en ese sentido, pero hasta ahora la militarización ha captado los recursos políticos y financieros mientras que el fortalecimiento de las instituciones civiles no recibe atención suficiente.
Existen muchos compromisos y oportunidades. La pregunta es cómo garantizar que la cooperación bilateral no sólo genere acciones positivas, sino que también supere diversas dinámicas de ambos lados de la frontera que obstaculizan los avances que se podrían tener.
En 2021, Estados Unidos y México reemplazaron la “Iniciativa Mérida” por el “Entendimiento Bicentenario”, que promete un enfoque de salud pública en materia de drogas y acciones para reducir la violencia que afecta a la población.
Si lees el anuncio del Entendimiento Bicentenario, casi podrías pensar que ya no existe la militarización porque casi todo el texto habla de otro tipo de acciones. Pero lo que existe más bien es una brecha entre las áreas y acciones de cooperación previstas en el acuerdo, y la apuesta principal del gobierno federal mexicano en materia de seguridad. Ese va a ser un problema cada vez más agudo si la Guardia Nacional queda formalmente bajo el control de la Sedena y ya no hay vestigios de instituciones policiales civiles a nivel federal, porque también el Congreso de Estados Unidos ha instruido que los fondos de cooperación en materia de estado de derecho para México no se destinen a apoyar la participación de fuerzas militares en tareas policiales.
Ahora, del lado estadounidense, el Entendimiento Bicentenario se adopta en medio de un contexto más amplio en el que la prioridad que tiene la administración del presidente Joe Biden para México es que el gobierno mexicano tome medidas para reducir el número de personas migrantes y solicitantes de asilo que puedan llegar a la frontera sur de Estados Unidos. El peso y la prioridad que tiene el tema del control migratorio no puede sino volver más difícil abordar otros temas con el gobierno mexicano, sobre todo temas que puedan incomodar.
Entonces, es necesario que ambos gobiernos avancen hacia una cooperación integral en materia migratoria privilegiando los derechos humanos y la protección internacional, más en la línea de la Declaración que adoptaron los países de la región en la Cumbre de las Américas en junio pasado, por ejemplo. Pero además, ambos lados tienen que colaborar para superar errores e implementar modelos efectivos en otras áreas, como son las estrategias y acciones en materia de seguridad pública.