El monitoreo electrónico se está convirtiendo en una alternativa frecuente al encarcelamiento en todo el mundo. Pero la experiencia de las personas afectadas por su uso difiere mucho en función de los recursos (familiares, sociales y económicos) de los que dispongan. Esto incluye, entre otras cosas, tener un hogar y una red de apoyo, algo con lo que no siempre cuentan las mujeres, la población que está aumentando más rápidamente entre las personas privadas de la libertad por motivos relacionados con las drogas. Un enfoque diferente es posible, y esencial.
Cuando a María*, una mujer indígena zapoteca que vive en una comunidad a una hora y media al sur de la ciudad mexicana de Oaxaca, le ofrecieron una alternativa a la cárcel, pensó que eran buenas noticias. En 2014, fue condenada a 10 años de prisión acusada de transportar cannabis dentro del país. Su hija había sido condenada por los mismos cargos dos años antes.
La sentencia alternativa impuesta a María cinco años después de su condena original implicaba el uso de un dispositivo de monitoreo electrónico en su tobillo, inicialmente durante seis meses que luego fueron extendidos a 14, como parte de su libertad condicional, dictada en octubre de 2019. Un juez hizo la oferta en virtud de la Ley Nacional de Ejecución Penal de México, aprobada en 2016. La hija de María también fue liberada a principios de 2019 después de siete años de prisión con la única condición de que, mientras estuviera en libertad anticipada, tenía que presentarse una vez ante el organismo federal encargado del sistema penitenciario.
Puede que las intenciones del juez fueran buenas. Las consecuencias, sin embargo, no lo fueron.
El dispositivo electrónico que María tenía que llevar constantemente alrededor del tobillo, visible mientras vestía su falda tradicional, era motivo de humillación y discriminación entre su comunidad, le causaba problemas de salud y le suponía un elevado coste económico, al tiempo que le impedía encontrar empleo.
Su historia no es única.
Para las comunidades indígenas que viven en pobreza crónica, la participación en cualquier aspecto del negocio de las drogas puede proporcionar ingresos esenciales, garantizando que haya comida para llevar a la mesa; pero conlleva un alto riesgo, ya que quienes están en los últimos eslabones de la cadena de tráfico de drogas son también quienes tienen más probabilidades de ser capturados y encarcelados.
Aunque las autoridades se han esforzado por ofrecer alternativas al encarcelamiento, la historia de María ilustra cómo su uso inadecuado puede en realidad reproducir y exacerbar las formas estatales de castigo, control y vigilancia.
No cabe duda de que hay una necesidad imperante de alternativas al encarcelamiento. En todo el mundo, el número de mujeres privadas de la libertad sigue creciendo. La quinta edición de la Lista Mundial de Mujeres Privadas de Libertad, publicada en octubre de 2022, muestra que el número de mujeres y niñas privadas de libertad en todo el mundo ha aumentado un 60 por ciento desde 2000, mientras que el de hombres lo ha hecho en torno al 22 por ciento. América Latina y Asia son las principales responsables de esta tendencia. Si excluimos a Estados Unidos, se calcula que en la actualidad hay 95.000 mujeres en prisión en América Latina y el Caribe, frente a las 37.671 que había en el año 2000, lo que supone un aumento de más del 150 por ciento en poco más de dos décadas.
Las leyes punitivistas sobre drogas son la fuerza motriz del encarcelamiento de mujeres en la región. En la última década, los gobiernos latinoamericanos han reconocido cada vez más el impacto desproporcionado de las duras leyes de condena por drogas sobre las mujeres y la necesidad de alternativas al encarcelamiento. Nuestra investigación muestra que el encarcelamiento de mujeres en América Latina está creciendo a un ritmo mucho más rápido que el de los hombres, un mayor porcentaje de mujeres que de hombres están tras las rejas por delitos relacionados con las drogas, y un mayor porcentaje de mujeres que de hombres están en prisión preventiva por delitos relacionados con las drogas.
En su mayoría, las mujeres que se encuentran en prisión en América Latina comparten características similares: proceden de situaciones de pobreza y desigualdad generalizadas, tienen bajos niveles de educación y están subempleadas o desempleadas, a menudo trabajando en la economía informal. Es probable que hayan sufrido abusos físicos y/o violencia sexual. Y la gran mayoría son madres -a menudo jefas de hogar- y pueden ser cuidadoras de personas adultas mayores o personas con discapacidad. Se involucran en los últimos eslabones de la cadena de tráfico de drogas para llevar comida a la mesa y cuidar de sus familias.
Hace más de diez años, se adoptaron las Reglas de Bangkok de la ONU para promover el uso de alternativas al encarcelamiento no privativas de libertad, especialmente para mujeres con hijos e hijas. Sin embargo, el uso de tales alternativas sigue siendo inadecuado e insuficiente en toda la región. En el caso de México, tanto el Código Nacional de Procedimientos Penales de 2014 como la Ley Nacional de Ejecución Penal de 2016 permiten el uso de alternativas al encarcelamiento. Esto llevó a reducciones en el número de mujeres tras las rejas en México entre 2014 y 2019, pero esa tendencia se invirtió por el aumento del uso de la prisión preventiva.
En términos generales, las alternativas al encarcelamiento pueden ir desde la realización de servicios a la comunidad, el tratamiento voluntario por dependencia de las drogas, la asistencia a la escuela o la formación laboral, todo lo cual puede ofrecer a las mujeres oportunidades de mejorar su situación. El arresto domiciliario, la detención de una persona en su lugar de residencia por orden judicial, se considera otra alternativa al encarcelamiento. Sin embargo, como WOLA y nuestras organizaciones aliadas han documentado, imponer un arresto domiciliario estricto sin garantizar que las mujeres puedan trabajar y realizar tareas cotidianas, en particular para las personas en situación de bajos ingresos, hace que el arresto domiciliario reproduzca muchas de las características punitivas del encarcelamiento.
El uso de la vigilancia electrónica también puede ser muy problemático, sobre todo para las personas con menos recursos. La vigilancia electrónica se presenta como una alternativa a estar en prisión; si se pudiera elegir, ¿qué persona no preferiría estar confinada en su propia casa, si la tiene, en lugar de permanecer en las míseras condiciones de una prisión? Para quienes disponen de más recursos -incluida una vivienda confortable- la vigilancia electrónica puede ser, en efecto, una muy buena alternativa; para otros, las cosas pueden ser mucho más difíciles.
En Estados Unidos, el apoyo bipartidista para hacer frente al encarcelamiento masivo ha dado lugar a una rápida expansión del uso de la vigilancia electrónica, una tendencia que se aceleró durante la pandemia de COVID-19 a medida que funcionarios locales, estatales y federales trataban de reducir la población carcelaria dados los riesgos para la salud de las personas privadas de libertad y del personal penitenciario, debido a la imposibilidad de distanciamiento social en los entornos penitenciarios, así como a la falta de suministros adecuados de mascarillas y productos de limpieza. La vigilancia electrónica también se ha utilizado cada vez más en los procedimientos de migración como parte del programa “Alternativa a la Detención”.
La vigilancia electrónica puede conllevar restricciones estrictas, por ejemplo que sólo se permite salir del domicilio cuando se cuente con la autorización en función de cada caso o que sólo se permite salir durante unas horas al día. En estas circunstancias, las personas no pueden realizar actividades cotidianas como hacer la compra o ir al médico o a un hospital en caso de urgencia, y deben depender de su familia y amistades para su sustento económico, ya que no pueden mantener un empleo. Todos los miembros de la familia, o quienes viven en el hogar, se ven afectados, ya que acaban asumiendo las responsabilidades de mantener a la persona. Por no hablar de los problemas de intimidad que plantea estar constantemente bajo vigilancia.
Por ese motivo, muchos defensores y defensoras no consideran que la vigilancia electrónica sea una alternativa al encarcelamiento, sino que reproduce muchos aspectos del encarcelamiento en el hogar. En su innovador libro de 2022, “Entendiendo el E-encarcelamiento” (Understanding E-Carceration), James Kilgore, uno de los principales expertos en este tema en Estados Unidos y que sufrió la supervisión electrónica, acuñó el término «e-encarcelamiento».
Uno de los hallazgos sorprendentes del libro de Kilgore es que, a pesar del uso espectacularmente extendido de la vigilancia electrónica en Estados Unidos, hay muy pocos datos sobre su utilización. Lo que sí sabemos es que la vigilancia electrónica provoca un «ensanchamiento de la red». En otras palabras, los jueces que normalmente no impondrían requisitos onerosos, incluida la detención preventiva, a quienes esperan juicio o salen de prisión son más propensos a imponer la condición de la vigilancia electrónica, ya que en general se considera una restricción más benigna.
Por ejemplo, según un informe del Programa de Justicia Penal de la UCLA, el número de personas a las que se ordenó la vigilancia electrónica como condición para la libertad provisional en Los Ángeles aumentó un 5.250 por ciento entre 2015 y 2021. La vigilancia electrónica es intrusiva, viola las libertades civiles y puede infligir daños innecesarios, sobre todo para quienes aún están a la espera de juicio o sentencia y son inocentes hasta que se demuestre su culpabilidad.
El uso de la vigilancia electrónica también transfiere los costos del confinamiento del Estado al individuo. En Estados Unidos, el costo puede oscilar entre US$2.800 y más de U$S5.000 al año. En México, una ley nacional establece que en todos los sistemas penitenciarios del país, estatales y federales, el gobierno debe pagar el dispositivo; sin embargo, esto no siempre sucede en la práctica, como fue el caso de María. Como María procede de una comunidad indígena y se encuentra en una situación de pobreza, la empresa privada que proporciona el «servicio» renunció a la cuota, que oscilaba entre unos US$250 y US$300 al mes. (Para ponerlo en perspectiva, el salario mínimo actual en México es de unos US$180 al mes – y eso sería significativamente menor en las zonas rurales donde la gente trabaja en el sector informal). En México, ésta puede ser la diferencia entre comer o cumplir las condiciones para quedar en libertad. Sin embargo, María tuvo que pagar una garantía de US$800, una fortuna para su familia. En resumen, se pueden imponer grandes costos a quienes a menudo tienen menos capacidad económica, mientras las empresas privadas cosechan los beneficios.
María tuvo la suerte de vivir en una comunidad con electricidad y señal para facilitar la vigilancia electrónica; de lo contrario, hubiera tenido que trasladarse a otro lugar. También pudo salir de casa; su principal restricción era que necesitaba el permiso de un juez para salir del estado de Oaxaca. Sin embargo, cuenta su hija, “Durante el tiempo que tenía la braceleta, lo más lejos que podía salir era a un pueblo cercano. ¿Por qué? Porque la braceleta se descargaba. Tenía que conectarlo en la mañana y en la tarde, y era como dos horas para cargarlo y tenía que sentarse cerca de un contacto durante este tiempo.” Su hija también describe los problemas con el acceso a la electricidad o señal en el pueblo. “Si se va la luz o se pierde la señal, cuando regrese marca y marca para averiguar…o a veces a las dos de la mañana están marcando para decir que tiene que cargarlo…llamaron todo el tiempo.”
María también tuvo la suerte de que su familia la apoyara y pudiera reunir el dinero necesario para salir de la cárcel. También se ocuparon de ella cuando volvió a casa. El hecho de que María tuviera una familia muy unida y fuerte le ayudó a afrontar las consecuencias de estar sometida a vigilancia electrónica.
Pero no siempre es así. Tener a una persona en confinamiento domiciliario (ya sea por las restricciones que puede conllevar la vigilancia electrónica o el arresto domiciliario) puede tensar las relaciones familiares y provocar malestar doméstico. En algunos casos, las mujeres en reclusión domiciliaria se ven obligadas a vivir en hogares con parejas maltratadoras y son objeto de violencia doméstica y/o sexual.
A pesar del apoyo de su familia, María sabía que se enfrentaría un tremendo estigma y discriminación en su pequeña comunidad indígena. Como su vestimenta indígena hacía que sus tobillos estuvieran siempre expuestos, llevaba una venda sobre la tobillera para ocultarla. Inicialmente, el juez ordenó que María la llevara durante seis meses. Sin embargo, debido a la pandemia de COVID-19, durante la cual los procesos judiciales se paralizaron y se reanudaron muy lentamente, se vio obligada a llevarla durante 14 meses. Durante ese tiempo, la pierna con el monitor en el tobillo se encogió ligeramente y la piel que la rodeaba se secó debido a los largos meses de conexión del dispositivo a la electricidad. En Estados Unidos, los informes sobre los efectos negativos para la salud de la vigilancia electrónica son preocupantemente frecuentes.
Si se les diera a elegir entre permanecer en prisión o salir con vigilancia electrónica, la mayoría de la gente optaría lógicamente por lo segundo. Sin embargo, en Estados Unidos, las personas que han estado sometidas a regímenes restrictivos de vigilancia electrónica dirán que se convirtió en otra forma de reclusión. Las personas citadas en el libro de Kilgore, Understanding E-Carceration, decían: «¿Por qué me sacan de la cárcel para meterme en otra cárcel dentro de mi casa?». «…casi ningún aspecto de la vida de una persona no se ve afectado. Llevas una cárcel dondequiera que vayas, en la pierna, en el teléfono». «Es un recordatorio diario de que la gente te ve como infrahumano». Y lo más sencillo: «No estoy fuera. Es sólo otra forma de encarcelamiento».
No hay que elegir entre la cárcel y la vigilancia electrónica. Existen alternativas menos intrusivas para quienes están a la espera de juicio o en libertad condicional, como la obligación de informar, que permite a las personas mantener un empleo y llevar a cabo sus actividades cotidianas. Y existe la mejor alternativa de todas: para empezar, mantener a la gente fuera del sistema de justicia penal. En lugar de invertir en prisiones y en el Estado de vigilancia, los gobiernos deberían invertir en comunidades y en reformas que promuevan la igualdad de género y la justicia socioeconómica.
María empezó a transportar cannabis porque en su comunidad indígena rural había pocas oportunidades de obtener ingresos. Lo pagó caro: pasó cinco años entre rejas. Sin embargo, su encarcelamiento no hizo mella en absoluto en el negocio de las drogas, ya que cuando alguien como María es detenida, siempre hay alguien más dispuesto a ocupar su lugar. La vida de María -y la de sus hijos- habría tomado un rumbo muy distinto si se le hubieran ofrecido otras oportunidades para ganarse la vida y vivir con dignidad.
*Los nombres han sido modificados para proteger la intimidad de las personas.