Cada año, la Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos otorga el Premio WOLA de Derechos Humanos a personas que promueven los derechos humanos y la justicia como la base de políticas públicas en América Latina. Uno de los galardonados este año fue el Embajador Milton Romani Gerner, Representante Permanente de Uruguay ante la Organización de Estados Americanos (OEA). Dirigente sindical y activista por los derechos humanos bajo la dictadura militar en Uruguay, Romani ha sido un pionero en promover políticas de drogas orientadas por los derechos humanos.
La “guerra contra las drogas” de los EE.UU. ha tenido un impacto devastador sobre quienes se encuentran en la primera línea de acción en la región, incluyendo a agricultores pobres empujados a una pobreza más profunda por la erradicación de sus cultivos de coca, los colombianos obligados a unirse a las filas de los desplazados internos de este país por la fumigación de sus cultivos con herbicidas, y quienes cometen infracciones no violentas relacionadas a drogas y son encarcelados durante muchos años como resultado de políticas de sentencias desproporcionadas impulsadas por Washington. Las políticas sobre drogas respaldadas por los EE.UU. han conducido a la conmoción social, violencia y abusos contra los derechos humanos.
Cada vez más los países de América Latina están cuestionando los elevados costos que han pagado para librar una guerra cuyo objetivo en última instancia es beneficiar a los países consumidores — y que ha fracasado en lograr el objetivo declarado de detener el flujo de drogas ilícitas. Es justo reconocer que la administración Obama ha eliminado la retórica de la guerra contra las drogas, ha puesto más énfasis en esfuerzos para lidiar con el apetito de los estadounidenses por las sustancias psicoactivas y más recientemente ha empezado a proponer la reforma del severo sistema de sentencias por delitos de drogas y de las políticas de encarcelamiento. Sin embargo, las políticas internacionales para el control de drogas siguen mayormente vigentes en piloto automático.
Ha llegado el momento para que el gobierno de los EE.UU. priorice los derechos humanos respecto a las políticas sobre drogas, tanto a nivel doméstico como internacional. En ello, puede seguir los pasos del Embajador Romani quien, en la ceremonia de los premios WOLA, dijo: “La meta es garantizar la preeminencia de los derechos humanos como legislación internacional, por encima del sistema para el control de drogas. Acabar por fin con esta catástrofe que es la guerra contra las drogas, que causa más daño del que pretende eliminar”. Como jefe de la agencia nacional sobre drogas en Uruguay, y luego como embajador itinerante sobre temas de políticas de derechos humanos y drogas, el Embajador Romani ha mostrado que las políticas de drogas pueden ser rediseñadas para hacerse más humanas y eficaces.
Un análisis exhaustivo de la implementación de políticas de drogas basadas en los derechos humanos está más allá del ámbito de este comentario (para un análisis más detallado, consultar el reciente informe de TNI, Derechos Humanos y Políticas sobre Drogas). Pero aquí se incluyen cinco puntos para empezar este esfuerzo:
Reconocer los derechos de los consumidores de drogas. El informe elaborado por la OEA, El Problema de las Drogas en las Américas, refleja una creciente tendencia en América Latina de invocar la descriminalización del consumo de drogas; en otras palabras, el consumo de drogas debe ser tratado como un tema de salud pública, no como un delito. Ello implica distinguir entre tipos de consumo de drogas: ocasional, recreativo o dependiente. Para los consumidores dependientes de drogas, los programas de tratamiento basados en evidencias son una necesidad imperiosa. También es importante distinguir entre distintos tipos de drogas y el posible daño que éstas pueden causar — precisamente lo que constituye el meollo del debate actual sobre el cannabis.
Garantizar el respeto por el estado de derecho. Las políticas sobre drogas basadas en los derechos humanos precisan que el castigo sea proporcional al delito cometido. En otras palabras, la legislación sobre drogas debe asegurar la proporcionalidad en la imposición de sentencias, distinguiendo entre infracciones relacionadas a drogas de bajo, medio o alto nivel; la función cumplida por el acusado en las redes de tráfico de drogas; delitos violentos y no violentos; y entre distintos tipos de drogas. Deben establecerse alternativas al encarcelamiento para personas acusadas por infracciones de drogas no violentas y de bajo nivel. Ello es particularmente importante en relación al creciente número de mujeres encarceladas por delitos vinculados a drogas, y especialmente para madres solteras.
Adicionalmente, los recursos de las agencias de aplicación de la ley y del sector judicial son desproporcionada e injustamente gastados en perseguir a consumidores de cannabis. La creación de mercados legales y regulados de cannabis, tal como Uruguay está en proceso de implementar, ayudaría a resolver dicho problema.
Promover la inclusión social. Tanto los usuarios dependientes de drogas como aquellos encarcelados por delitos relacionados a estas sustancias, completan sus tratamientos y cumplen sus sentencias, y salen de sus centros de reclusión con pocas posibilidades de reconstruir sus vidas. Como resultado de ello, la gran mayoría, quienes ya tienden a provenir de los sectores más pobres de la sociedad, retornan al consumo de drogas o a realizar actividades ilícitas. Se requieren robustos programas de reinserción social; programas que incluyan educación, acceso a vivienda adecuada y empleo que genere ingreso suficiente para que estas personas puedan llevar una vida digna.
Acabar con la erradicación forzada y promover el desarrollo económico. La erradicación de cultivos de coca o amapola es contraproducente a menos que medios de subsistencia alternativos ya se encuentren firmemente encaminados. Décadas de experiencia han demostrado que resultados rápidamente obtenidos se revierten también prontamente pues los cultivos se trasladan a otras áreas o incluso a otro país. Al mismo tiempo, la erradicación forzada empeora la situación de pobreza para algunas de las poblaciones más marginalizadas en el mundo y genera violencia, conflicto y abusos a los derechos humanos. Una estrategia mucho más efectiva, tal como se ha demostrado en Tailandia y más recientemente en Bolivia, consiste en mejorar la calidad de vida en general de quienes cultivan hoja de coca o amapola, y asegurar fuentes alternativas de ingreso a través de políticas integrales de desarrollo, seguidas de acciones voluntarias y graduales de reducción del cultivo de coca.
Implementar políticas orientadas a reducir la violencia. Los esfuerzos para la aplicación de la ley se han enfocado tradicionalmente en reducir la escala o el tamaño del mercado de drogas ilícitas, prestando escasa atención a cómo éstas políticas podrían llevar a incrementar —o reducir— la violencia. Las decenas de miles de personas asesinadas en México en años recientes han llevado a la luz tales daños colaterales. Las estrategias más viables para reducir la delincuencia y la violencia relacionadas a las drogas incluyen la disuasión focalizada y las estrategias de acción selectiva, las cuales han mostrado cierto éxito en la reducción de delitos violentos en algunas áreas de los Estados Unidos. Antes de tratar de reducir el tamaño de los mercados de drogas, los esfuerzos de las agencias del orden deberían tratar de reducir la conducta criminal para disuadir la violencia, por ejemplo, enviando un mensaje claro de que aquellas organizaciones criminales que se involucren en actos violentos serán el objetivo principal de la aplicación de la ley. En última instancia, la meta debería ser minimizar el daño causado a las comunidades — por el consumo de drogas y el tráfico de estas sustancias, así como por las propias políticas sobre drogas.