Para México, los cuatro años de Donald Trump difícilmente podrían haber sido peores. Trump comenzó a agredir a México desde el primer minuto de su campaña presidencial en el 2015. No se detuvo jamás. Su último viaje como presidente fue a la frontera, a presumir la construcción de su muro fronterizo, símbolo del discurso etno-nacionalista que identificó a los inmigrantes que llegan del sur como enemigos.

Para los gobiernos mexicanos con los que coincidió, Trump deja una historia de ignominiosa claudicación. Enrique Peña Nieto trató de apaciguarlo y terminó jugando el deplorable papel de tonto útil en la campaña de 2016. Como Peña Nieto, Andrés Manuel López Obrador colaboró con las aspiraciones electorales de Trump en 2020, visitándolo y elogiándolo de manera innecesaria. Pero hizo algo peor. López Obrador dio la espalda a la promesa de trato humanitario a miles de migrantes centroamericanos , entregando el control de la autoridad migratoria a las fuerzas armadas y, de manera crucial, colaborando abiertamente con el inhumano programa “Permanecer en México”, que ha obligado a decenas de miles de personas a esperar, en condiciones deplorables, su proceso de asilo en Estados Unidos .

¿Qué tan deplorables? Un estudio reciente de Human Rights Watch da cuenta de un infierno. “Los niños y adultos entrevistados describieron haber sido agredidos sexualmente, secuestrados para pedir rescate, extorsionados, robados a punta de pistola y sometidos a otros delitos”, explica el reporte. Los detalles deberían ser motivo de vergüenza nacional. Human Rights Watch encontró multitud de casos de migrantes hacinados en campos de refugiados en la frontera norte de México que dieron cuenta de enfermedades, abusos, desesperación y problemas mentales. Muchos dijeron enfrentar dificultades para mantener incluso el más esencial régimen de higiene personal, para ellos y para sus hijos. Los niños, en particular, muestran traumas típicos de experiencias aberrantes y extremas: depresión, ansiedad, insomnio. Las historias en la frontera sur son, quizá, peores. Producto directo de la desesperación y falta de opciones de subsistencia y seguridad, la esclavitud sexual en Tapachula es dantesca.

Vale la pena repetirlo: esto ocurrió y ocurre en suelo mexicano durante la gestión de Andrés Manuel López Obrador, y es resultado del sometimiento ante las exigencias inmorales de un presidente estadounidense abiertamente nativista y antimexicano. Para la especialista en migración Maureen Meyer , de la organización WOLA, el gobierno lopezobradorista “ha fracasado miserablemente en brindar a esta población protección humanitaria, servicios públicos, acceso a la vivienda o cualquier medida de seguridad”.

Meyer tiene razón y por eso, con la llegada de Joe Biden a la presidencia, el gobierno tiene la obligación de corregir el rumbo. Biden ha dicho hasta el cansancio que tendrá como prioridad el desarrollo de Centroamérica, un proyecto que simpatiza con las intenciones similares que ha manifestado siempre López Obrador. El presidente de México debe aprovechar la oportunidad. Pero no solo eso. El diálogo con el nuevo gobierno de Estados Unidos debe incluir, desde el principio, un proyecto para mejorar las condiciones de vida de los miles de centroamericanos que Trump envió a México y que México recibió para enviarlos al fango, el abuso y la precariedad. El gobierno se ha resistido, por ejemplo, a invertir de verdad en infraestructura de albergues. No solo eso: recortó el apoyo federal a las instituciones que, de manera heroica, dan techo a migrantes en ciudades como Tijuana . Esto es inaceptable. Si México de verdad no tiene dinero para darle a los migrantes una existencia digna, López Obrador debe buscar el apoyo de Biden. La inversión estadounidense en albergues y demás infraestructura, además del apoyo para instituciones como la Comar –encargada del cuidado de refugiados en México, que sobrevive con un presupuesto miserable de cinco millones de dólares anuales– podría hacer una diferencia sustancial, a corto y largo plazo.

Hay quien supone que México no invierte en albergues e instituciones para no enviar un mensaje de hospitalidad (o, peor aún, posibilidad de permanencia) a los migrantes. Ese cálculo no solo es inhumano; es también idéntico a la política de hostilidad que puso en práctica Trump. Para nuestra desgracia, el gobierno de México decidió ser trumpista . Ahora que Trump se ha ido, López Obrador tiene la oportunidad de enderezar el camino. No hay pretexto para no hacerlo. Si opta por lo contrario, confirmará los peores temores: el problema no era Trump.

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