Por Jo Marie Burt, Asesora principal de WOLA y directora del Programa de Estudios Latinoamericanos de la Universidad George Mason
"El mundo no se acaba por el traslado de un juez". Esos son las palabras de la senadora uruguaya Lucía Topolansky ante la protesta pública que ocasionó la remoción de una jueza que investigaba múltiples casos de derechos humanos y su traslado a una corte civil.
La senadora—y por cierto esposa del presidente José Mujica—puede tener razón, pero eso dependerá también de cuál es nuestra concepción del mundo. Imagínese, estimado lector, que una noche, en medio de una dictadura militar, su hijo o hija fuese detenido y nunca más se supiera su paradero. En este caso es probable que su mundo, —diez, veinte o treinta años después– sea aún definido por este momento de pérdida, por la imposibilidad de poder deenterrar el cuerpo de su hijo, por no saber siquiera a ciencia cierta si está vivo o muerto. En este caso, la remoción de una jueza que tuvo la valentía de investigar estos delitos, y además lo hizo con rigor y compasión, podría traerse todo su mundo abajo.
Su nombre es Mariana Mota. Ella es una de las pocas juezas en Uruguay que ha investigado innumerables casos que datan de la dictadura militar (1973-1985). La dictadura uruguaya ha sido considerada como una de las más “orwellianas” de América Latina: cientos de personas fueron detenidas arbitrariamente, muchos de ellos torturados brutalmente y otros forzados al exilio; otros fueron ejecutados o desaparecidos. Durante la dictadura, Uruguay ostentó el récord de encarcelados per cápita más alto en el mundo, incluso por encima de la Unión Soviética y otros regímenes comunistas.
La semana pasada, de manera totalmente inesperada, la jueza Mota recibió por teléfono una llamada de sus superiores de la Corte Suprema informándole de su trasferencia a una corte civil. ¿Y los cincuenta o más casos de derechos humanos que esperaban su turno en su juzgado? Nadie pareció estar muy preocupado al respecto.
Sólo hace un año que Uruguay comenzó a intentar reconciliarse con su pasado. Poco después de la transición a la democracia en 1985, varias víctimas de violaciones de derechos humanos denunciaron los perpetradores ante la justicia. Pero con un ejército poderoso aun mirando por encima del hombro, el Parlamento aprobó la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado (1986) que impedía el desarrollo de a las investigaciones. La impunidad se consagró, y un espeso silencio se apoderó de la democracia.
Recién ha sido hace 20años que las grietas en el muro de la impunidad comenzaron a aparecer, debido principalmente a la persistente búsqueda parte de los familiares sobre la verdad de sus seres queridos, con el apoyo de investigaciones creativas en derechos humanos. Si no se podía anular la ley de amnistía, tal vez se podría encontrar maneras de puentearlo. Por ejemplo, un puñado de abogados de derechos humanos argumentaron ante los tribunales que la amnistía no se aplicaba a los civiles, ni tampoco a los crímenes que ocurrieron fuera del territorio uruguayo (muchos de ellos se realizaron en el marco del Plan Cóndor, estrategia que las dictaduras del Cono Sur utilizaron de manera conjunta para reprimir sus supuestos enemigos). Como resultado algunos juicios avanzaron, incluyendo la condena en el año 2010 del ex dictador Juan María Bordaberry, una sentencia dictada por nada menos que Mariana Mota. La mayoría de los delitos, sin embargo, no pudieron ser investigados debido a la Ley de Caducidad.
Todo eso cambió en el 2011. Un fallo internacional (en el caso Gelman) declaraba que el Uruguay tenía la obligación de investigar los crímenes contra los derechos humanos así como enjuiciar y castigar a los responsables. Una nueva ley fue aprobada en noviembre de 2011 revocando los efectos de la Ley de Caducidad, y declarando que todos los crímenes de la época de la dictadura contra los derechos humanos son crímenes de lesa humanidad. Asimismo se estableció que no se aplica ninguna prescripción por estos crímenes, lo que significó en términos concretos que cualquier perpetrador podría ser procesado en cualquier momento, como ocurre con los crímenes de la época nazi.
Por todo esto, la decisión de transferir a la jueza Mota es totalmente arbitraria y sin explicación alguna. Este tipo de transferencias solo ocurren cuando el juez lo solicita o por una sanción por conducta inapropiada. No se trata de ninguno de estos casos.
No, el mundo no se va a acabar porque un juez fue traslado. Pero para todos aquellos que todavía no conocen el paradero de sus seres queridos, para todos los que sufrieron torturas en las mazmorras de la dictadura, para aquellos que desean que se haga justicia por los crímenes cometidos en contra de sus familiares por agentes del Estado, bien puede significar el fin de la última esperanza de encontrar verdad y justicia.
Foto: Ex dictador uruguayo Juan María Bordaberry, condenado por la jueza Mota en el 2010.